El poema que nadie reza
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La oración, junto con el canto, es quizá una de las formas más antiguas de la poesía. Solo en un lenguaje especial y hermoso se puede hablar con la divinidad
En el jardín de niños rezábamos al llegar, por las mañanas, y antes de irnos. Nos hacían repetir las oraciones hasta que las aprendíamos con fluidez. Había una en especial que me gustaba mucho. Aún no sé por qué. Me divertía decirla en voz alta. Tal vez me atraía su sonido melodioso. Un día mi abuela me escuchó y quedó fascinada. Cuando llegaron sus amigas del rosario me llamó: ¡Miren, la niña reza! Como siempre me gustó el público, con mucha seguridad comencé: “Bendita sea tu pureza / y eternamente lo sea / pues todo un Dios se recrea / en tan grandiosa belleza / A ti, celestial princesa, / Virgen Sagrada María, / te ofrezco, desde este día, / alma, vida y corazón; / mírame con compasión; / no me dejes, madre mía”.
Ni mi abuela ni yo sabíamos, en ese momento, que lo que recitaba no era propiamente una oración, sino un poema de José Manuel Sartorio. Lo encontré en el libro Poesía popular mexicana de Luis Miguel Aguilar. El compilador cuenta una anécdota parecida. Le sorprendió hallar los versos en Poesías profanas y sagradas del presbítero don José Manuel Sartorio (1832) mientras trabajaba en una investigación literaria, pues de niño lo rezó “antes de empezar el día escolar, en las aulas del Instituto Patria, un colegio de jesuitas de la Ciudad de México”.
La oración, junto con el canto, es quizá una de las formas más antiguas de la poesía. Solo en un lenguaje especial y hermoso se puede hablar con la divinidad. Como si la palabra fuera un puente entre lo humano y lo sublime. Todavía es común encontrar en los libros de oraciones piezas maestras como el bellísimo soneto anónimo “No me mueve, mi Dios, para quererte”. Creyentes en el mundo entero, de religiones diversas, conversan con su deidad a través de canciones y rezos; es decir, con poesía.
Pero en el libro de Aguilar, y en muchos otros poemarios, faltan las obras de las escritoras más prolíficas y menos conocidas del periodo virreinal: las monjas de los conventos. Existe ya una bibliografía ampliamente documentada sobre cómo era la vida de estas religiosas. Escribieron muchísimas crónicas sobre sus congregaciones, aunque la mayoría se perdió. Margo Glantz explica que la producción de estas anónimas autoras se hacía por encargo (y con una estricta revisión) de sus superiores. Aun así, podemos inferir algunas cosas sobre ellas.
El poema del padre José Manuel Sartorio me hace pensar en otro que escribió un siglo antes que él Sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad, del convento de San Juan de la Penitencia. Su biógrafo, José Eugenio Valdés, relata una vida llena de hechos maravillosos, como se contaban las historias de los santos. Laureana Wright comenta: “Los fenómenos de videncia, éxtasis y revelación, siguieron produciéndose en ella hasta su muerte, ocurrida el 4 de octubre 1757, a la edad de 46 años, y extraordinarios fueron los funerales con que honró su memoria la comunidad, por los méritos que con sus hermanas había contraído”.
Su confesor le pidió que no renunciara a la escritura. De ella se conservan estos versos a la virgen, también bellos como los de Sartorio: “Reina y Señora mía / Madre de mi corazón, / Consuelo de mi esperanza / Y mi dulcísimo amor. / Que de tu Virginidad / Nació un niño con mil gracias, / Que nos vino a libertar. / Líbrame de ese Enemigo / Que no me quiere dejar, / Y me tiene aborrecida, / Y yo a él mucho más”. El poema posee una marcada musicalidad. Su tono honesto y sencillo es, por demás, agradable. Como si fuera una canción navideña de esas que se cantan con pandereta y palmas. Pero los niños no lo aprenden de memoria. Las niñas no lo recitan a sus abuelas. La gente no lo confunde con algún rezo en los libros de oraciones. El poema de sor Sebastiana continúa perdido en las antologías. Tampoco conocemos otras piezas que hablaran de sus experiencias místicas. ¿Cómo serían sus batallas contra los demonios? ¿Tuvo otras armaduras además de las palabras?