El rey que hablaba demasiado
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Muy a pesar de la parsimonia exasperante con que articula sus oraciones, el cachazudo viejito presidente que tenemos alojado en el Palacio Nacional, escupe dislates en tiempos que han establecido nuevas marcas, lo que ya es mucho decir en el contexto de la política mexicana.
No es desde luego Andrés Manuel el primer político en decir sandeces, ya sea por ignorancia, populismo, o por tratar de hacer a la realidad calzar a huevo con su discurso. Pero sí hemos de reconocerle que mientras otros nos dan algunas pocas gemas para el anecdotario, la boca del macuspano es un manantial inagotable de babosada.
Sé que esto que digo molesta mucho a los devotos de la secta cuatroteísta, claro, si es que alguno queda por ahí que aún se tome la molestia de venir a hacer entripados a este espacio.
Pero seamos honestos, su Pejestad está convencido en gobernar desde su palestra-podio-púlpito y que su palabra es ley que debe acatarse so pena de ser estigmatizado como conservador, enemigo del la Transformación, de México y de los ajolotitos de Xochimilco.
Entonces, si está obsesionado en gobernar desde la palabra, no nos queda otro remedio que valorar cada cosa que dice, tratar de interpretarla, contrastarla con los hechos y con sus propios decires pasados para ver si no entra en conflicto, ya que tampoco es raro que el AMLO Presidente se contradiga con el AMLO candidato el cual, huelga decir, era un dechado de virtudes, de progresismo, de inclusión y de buena ondez.
Por si fuera poco, lejos de ser económico, conservador, discreto o medianamente reservado, mesurado y medido con las palabras, don Andrés Manuel es proclive a la verborrea más vacua.
Hay gente que habla mucho, pero su dominio sobre alguna materia o la sabrosura con que detalla una anécdota nos embelesa.
No AMLO, no el Presidente, no Andrés Manuel, quien maneja una lista muy breve de conceptos rudimentarios y reduccionistas sobre economía y política, mismos que pretende aplicar en todos los ámbitos y lo cierto es que el mundo es mucho más complejo de lo que él mismo alcanza a entender.
Por ello, cuando en la maánera se le agota la agenda de temas que quiere posicionar, comienza a improvisar, a poner música, videos ‘random’, y a opinar de mil asuntos, convirtiendo un espacio que se suponía era oficial en la peor revista matutina desde “Venga la Alegría”.
Después, en función de lo dicho por los líderes de opinión, llega el momento que el Presidente nos diga quiénes están en su lista negra y quienes en cambio sí entrarán con él al Reino de los Cielos una vez que ascienda en cuerpo y alma.
Está tomando tintes ridículos (digo, por si no se había percatado) la artificiosa rivalidad y encono alimentados por el mandatario desde su podio, entre quienes están con él y quienes simplemente no lo avalan de manera incondicional como él lo espera.
No hay ni siquiera que ser un adversario declarado, un crítico acérrimo, ni un jurado enemigo del Príncipe de Macuspana o de su movimiento. Basta el menor de los disensos, el más pálido de los señalamientos o el más legítimo reclamo por una promesa incumplida, para convertirse en adversario de un régimen cuyo rumbo, principios o forma aún no tenemos claro.
No hablemos ya del muy genuino derecho a ser franco opositor y enemigo a ultranza del gobierno. Eso se paga ya con persecución judicial, con intimidación fiscal tributaria y ni qué decir del acoso mediático que el propio presidente aviva desde las mañaneras en contra de quien sea que se le haya metido entre ceja y ceja.
La intolerancia a la crítica se vio desde los primeros días del gobierno cuando AMLO rompió con Víctor “Brozo” Trujillo y a éste se le vino una embestida de “comunicadores” a sueldo del flamante régimen, los cuales por fortuna no resultaron ser muy aptos, ni eficientes, sino un rebaño de jumentos con carnet de prensa.
Pero todo se tornó inverosímil cuando el Presidente despreció el valor del trabajo periodístico de Carmen Aristegui, a quien le adosó los mismos pecados y descalificaciones que suele largar en sus ataques más virulentos.
Hay que tenerlo presente: AMLO jamás se ha expresado con tanta saña de un criminal en concreto, de un narcotraficante, ni siquiera de un político con el que de momento no tenga rivalidad vigente, como lo ha hecho de algunos periodistas.
Aristegui sólo consideró que era digno de investigarse el conflicto de interés entre los bienes e ingresos de la familia López Adams y el Gobierno de la República. No hizo acusaciones, ni incriminó a nadie, pero la forma en que hoy se expresa el cuatroteísmo, en consonancia con su líder, de la periodista con más autoridad moral para increpar a un presidente (a cualquiera) es por demás vergonzosa.
Ayer la emprendió contra un grupo de artistas y celebridades preocupados por el impacto de las obras del Tren Maya en los ecosistemas por los que atraviesa.
No tienen desde luego la capacidad de parar la obra, ni de hacer reconsiderar al Presidente, desde luego. Sólo están externando una preocupación y haciendo consciencia sobre una causa en la que creen.
Como ya sabrán, gente como Eugenio Derbez, Ofelia Medina, Natalia Lafourcade y hasta Rubén Albarrán (que se cansó de enarbolar la bandera de Andrés Manuel durante su largo trayecto hacia la Presidencia), son todos desde hoy un hato de conservadores, ardidos, neoliberales, enemigos de la transformación de México, inscritos ya en ese padrón “McCarthyano” en el que el AMLO anota a todos los sobrinos que se portan mal.
Es ridículo el ambiente que se vive, casi surrealista, de señalamiento y deshonra pública, como precio a pagar por preservar una visión no indoctrinada de la realidad y por el atrevimiento de contradecir las ensoñaciones de ese rey chiquito que habla mucho, demasiado.