El tercer año de la pandemia
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En el ambiente todavía podía percibirse el olor a pólvora por la celebración de la llegada del año 2020, cuando comenzamos a escuchar noticias sobre un nuevo “virus misterioso” identificado en una ciudad china de la cual todo el mundo hablaría largamente después: Wuhan.
El 11 de enero de ese año se diseminó la noticia de la primera víctima fatal: un hombre de 61 años. Para entonces, 48 personas habían sido diagnosticadas con el mal provocado por el virus aún no clasificado, siete de ellas en condición de salud grave.
En aquel momento parecía un problema exclusivo de China. Algo de lo cual el resto del mundo no debía preocuparse. “Una gripita”, dijeron los líderes populistas del mundo entero. Unas cuantas semanas después, la Organización Mundial de la Salud declararía la existencia de una pandemia, el mundo entero entraría en estado de alerta y la vida, como la conocíamos hasta entonces, sería puesta en pausa. Muy pocos aspectos de la cotidianidad pudieron seguir su curso sin alteraciones.
Hoy, cinco millones y medio de muertos después, estamos arrancando el tercer año de la pandemia en medio de una cuarta ola de contagios cuyas cifras son superiores a las de las tres anteriores, fina cortesía de la variante de moda del virus: Ómicron.
En gran medida hemos “normalizado” ya la pandemia y vuelto a la realización de nuestras actividades cotidianas casi de la misma forma en la cual las llevábamos a cabo antes de la aparición del coronavirus en el horizonte.
Pero basta solamente hacer un alto y tomarse el tiempo de ver hacia atrás con detenimiento para darse cuenta del profundo impacto causado en nuestras vidas -individual y colectivamente- por la pandemia. La actividad colectiva de hoy se parece mucho a la de los primeros días de 2020, pero ciertamente no es igual.
En primer lugar, prácticamente todos hemos sufrido la pérdida de un familiar, de un amigo, de un compañero de trabajo, de un vecino, a causa del virus. Muchos se han enfermado y recuperado -pasándola muy mal-, los más -por fortuna- han sufrido el contagio sin consecuencias mayores.
En segundo lugar, todos -salvo excepciones poco significativas en términos estadísticos- hemos sufrido el impacto de la crisis económica provocada por las medidas restrictivas de la movilidad tomadas a causa de la pandemia. Los efectos económicos, por cierto, los seguiremos resintiendo a lo largo de varios años más, sobre todo en México.
Finalmente, la pandemia nos ha ofrecido la oportunidad de reordenar cosas en nuestras vidas, de modificar la forma como realizamos algunas de nuestras actividades y de adoptar herramientas tecnológicas a las cuales no prestábamos mucha atención antes.
Todo esto, sin embargo, retrata únicamente la parte exterior de la existencia, el universo material en el cual compartimos la vida con los demás seres humanos, allí donde percibimos, a través de los sentidos, los cambios provocados en el mundo por el coronavirus.
Conviene analizar y cuestionarse, al arranque del tercer año de la pandemia, cuál es el impacto provocado por ésta en el interior de nosotros, en los elementos intangibles con los cuales se construye eso a lo cual llamamos “ser humano”.
Hace poco menos de dos años, cuando el primer embate del fenómeno iniciado en Wuhan nos obligó a recluirnos, múltiples voces advertían de la posibilidad feliz de salir de este trance convertidos en mejores personas. Ha pasado suficiente agua bajo el puente para hacer un corte de caja y evaluar si eso ha ocurrido o no.
Y éste, el primer día del año, es un buen día para dedicarle unos momentos a esa reflexión.
¡Feliz año nuevo!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx