En un motel de paso
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El corazón humano de la gente, como decía Margarito Ledesma, es cosa muy extraña. Este amigo mío de Monterrey sufre porque en sus tiempos de pecador carnal las tarifas de los moteles de paso eran muy altas, y ahora que por motivos de religión –y de pandemia- -él lleva virtuosa vida los aranceles de esos establecimientos han bajado considerablemente. (En estos días ha de ser también por el Buen Fin)..
Ayer me llamó para contarme su última experiencia motelera. Última en el sentido de más reciente, y última también, me lo asegura, en el sentido de final.
Sucede que desde su conversión, tan repentina y dramática como la de San Pablo -toda proporción guardada-, mi amigo no había vuelto a frecuentar esos moteles donde toda pasión halla su asiento y toda forma de lujuria tiene su habitación. Pero hace poco sucedió algo que mi amigo me narró no con lujo de detalles, pues desde que recuperó la fe se ha vuelto humilde, y detesta cualquier forma de lujo, como AMLO, pero sí de manera que pude entender bien lo que le aconteció.
Estaba mi amigo en un Sanborns cuando entre el humo de su taza de café vio a una dama. Su corazón latió aceleradamente, si me es permitido usar esa sobada frase cardiológica. Aquella mujer era una antigua amiga que compartió con él más de una de sus experiencias moteleras.
Fue hacia ella, y la señora se emocionó al mirarlo. También su corazón latió aceleradamente. (Estoy escribiendo esto cercana ya la hora del cierre de edición, y no dispongo de tiempo para hallar otra frase mejor). Evocaron aquellos recuerdos pasados. No quiero entretener a los lectores -seguramente no los estoy entreteniendo- y por eso diré para ahorrar tiempo y espacio, cosas las dos con las cuales Einstein hizo maravillas, que terminaron los dos yendo, como en los viejos tiempos, a un motel.
-Y nos echamos dos -me dijo mi amigo con orgullo.
Aquí sí debo entretener a los lectores para hacer una aclaración muy necesaria. Volvamos a la mesa del Sanborns. Mi amigo, fiel a su nueva vida, le contó a la dama lo de su conversión. La hermosa señora comenzó a llorar, emocionada. Le dijo que aquello era un milagro: también ella había vuelto al camino de la fe. Los dos se sintieron unidos otra vez, ya no por el pecado, como antes, sino por la virtud. Acordaron rezar un rosario en acción de gracias. Pero ¿dónde rezarlo? ¿Ahí donde estaban? Un Sanborns no es lugar propicio para devociones. ¿En un templo, alguna plaza, o en el automóvil de él o de ella? En cualquiera de esos sitios podrían verlos juntos, y eso era inconveniente. A los dos se les iluminó el rostro al mismo tiempo; ambos habían tenido igual pensamiento: el único sitio en que podtían orar a gusto era en un motel.
Fueron al mismo donde tantas veces habían estado, y ahí rezaron un rosario, y luego otro. A eso se refería mi amigo cuando dijo: “Y nos echamos dos”.
Mi abuela materna, Mamá Lata, me enseñaba el ahora olvidado catecismo de Ripalda. “¿Dónde está Dios? Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar”. Yo, niño de 5 años, le planteé una duda teológica muy grave. “Mamá Lata: ¿también en el excusado está Diosito?”. Y ella, con su sabiduría: “Sí, hijito, también ahí está Dios”.
Ahora sé que también en los moteles está Nuestro Señor. Tenía razón el buen Padre Ripalda: Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar. En todo. FIN.