Estados alterados (1)
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El día despuntó moroso. Fue cualquier día. De hecho, todos los días son una fotocopia: siempre una copia de un día anterior. ¿Cuándo fue el origen de este caos? No lo sé. Ya no lo recuerdo como fecha puntual. Simplemente y de hecho, llegó la pandemia, la peste letal y esto ha sido un calvario, un eterno “no vivir”. O bien, vivir vegetando. El día despuntó moroso. No así yo, quien me levanté como casi siempre a las 5 y fracción de la noche. O de la madrugada. Pero a esa insana hora, si usted dice “5 de la mañana”, pues es un equívoco: no hay luz de día, no es de mañana sino aún la negra noche. Eso: la espesura de la oscuridad y el silencio de la vida y la ciudad.
Tomé café. Algún pan tostado con mantequilla y mermelada. No más. Fui al supermercado de la esquina, caminé un poco ya de mañana ahora sí y me puse a leer y escribir en este encierro atroz el cual nos tiene confinados en nuestras residencias. Ya de mediodía (como a las 2 de la tarde), decidí comer algo serio y sólido. Fui al refrigerador y en el fondo de uno de sus anaqueles vi un bote de plástico con comida. No recordaba tener dicho envase de pan. Lo saqué y con una cuchara saqué casi todo su contenido y lo vertí en la sartén y lo calenté para deglutirlo.
¿Cuál fue la comida? Difícil saberlo. Sabía a todo o nada. Es decir estimado lector, depende de su imaginación del momento al probarlo, pues era el alimento consumido. ¿Sabía a picadillo casero? Sí y no. ¿Era carne de res con verduras? Sí y no. ¿Era barbacoa? Sí y no. Yo me lo zampé. Cumplí con comerlo. Pero, cuando fui a tirar el envase de plástico, se me erizó la piel y el esqueleto: como no vertí todo el alimento del recipiente en la sartén, quedó al final residuos de la comida. Pues sí, allí había no comida, sino una buena capa de cultivo de... hongos.
¿Eran benignos, malignos; débiles, fuertes? Puf, cómo saberlo. Lo bien cierto pues ya me los había zampado. Ya nada por hacer. Decidí entonces destapar la botella de ron “Abuelo Añejo. Reserva Especial”, la cual me trajo de Panamá el hidalgo saltillense don Javier Salinas. Sin duda alguna, con el ron en mi panza, contrarrestaría cualquier tipo de cultivo de cepas asesinas. Los hongos, pensé, morirían y no echarían raíces ni cultivo en mi maltrecha tripa de juguete. Así lo hice.
Le platiqué lo anterior al académico y periodista, el deslenguado y erudito Luis Carlos Plata, el cual me espetó con una economía de palabras dignas de elogio: “Así escribió Borges ‘El Aleph’ master: comiendo hongos. Esa es la leyenda por lo menos...”. Plata tiene razón, la pareja del sabio Jorge Luis Borges, María Kodama, en una conferencia en España titulada “Jorge Luis Borges y la experiencia mística”, alimentó la leyenda cuando en una ronda de preguntas luego de su ponencia, dijo textualmente: “a Borges le gustaba comer pajaritos de monte...”. Y dichos pajaritos señor lector, no son otra cosa sino hongos los cuales contienen sustancias alucinógenas y estimulantes las cuales producen estados alterados, como la psilocibina.
ESQUINA-BAJAN
¿Tengo gusanos en mi panza? No lo sé. Creo, no. La comida ingerida la cual en honor a la verdad, saco de mi nevera y la como sin apenas revisar ¿me va a producir algún día una infección de espanto y letal? Caray, a estas alturas de mi vida ni me importa. Creo toda tiene al menos meses refrigerada y toda debe de tener hongos en cultivos fuertes. ¿Me he alucinado? ¿Los hongos de mis alimentos cultivados en mi refrigerador, me han producido estados alterados para escribir mejor?
Creo absolutamente: no. Y lo afirmo por un motivo: no creo en lo personal en dichos estados alterados de la percepción humana para escribir. El único estimulante al cual soy adicto, usted lo sabe, es a las generosas libaciones de alcohol. De cualquier tipo y pelaje. Pero, cuando ando medio briago (entre azul y buenas noches, dice el refrán mexicano), lo único lo cual deseo es una musa de buen ver en mis brazos y en mi cama. No deseo ni quiero escribir: quiero vivir, beber y como dice Joaquín Sabina, el juglar ibérico, es cuando el “alma necesita un cuerpo qué acariciar”.
Las drogas, los estimulantes y la poesía y las letras en general, son un matrimonio tan antiguo como la humanidad misma. Muchos, hartos escritores han consumido drogas, experimentado con ellas y han escrito bajo su influencia. O sobre esa influencia: es decir, han celebrado o condenado su uso en sus textos. La relación es de larga data en la historia de la humanidad y hay autores con buenos libros de ensayo los cuales ya han explorado y harto en dicho matrimonio estimulante. La cucaracha mexicana ya no puede caminar “porque no tiene, porque le falta/ marihuana que fumar...”.
Dicen los versos de la añosa canción popular nacional lo cual hoy es políticamente incorrecto. Vienen versos de Juan Gelman: “He aquí que Daniela un día conversó con los ángeles/ ligeramente derrumbados sobre sus senos góticos/ fatigados del trance pero lúcidos lúbricos/ y Daniela advertía sus símiles contrarios/ las puertas que se abren para seguir viviendo/ las puertas que se cierran para seguir viviendo...”. Hablar con ángeles y abrir las famosas “puertas de la percepción” a las cuales hacía referencia Aldous Huxley, se logra mediante estados alterados. Por lo regular, con el consumo de drogas u otros estimulantes, como hongos o bebidas como el “nepente” o la tremenda ayahuasca...
LETRAS MINÚSCULAS
El divino Homero lo dejó por escrito en sus poemas, “La Ilíada” y “La Odisea”: el consumo de bebidas y comidas alucinógenas... Continuará.