La ‘Columne’ 2. La ‘compañere’ contraataca
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Me disculpo por dedicar dos entregas de esta columna a la monserga del lenguaje inclusivo, pero quiero contra replicar y desahogar unas últimas ideas sueltas antes de archivar el tema -espero- por un largo tiempo.
Un buen amigo y colega me dice: “Creo que el mundo se está modificando y todos debemos cuestionarnos muchas cosas para una mejor convivencia en sociedad”.
Supongo que es por su juvenil arrogancia -le llevo como 20 años- que me “informa” que el mundo cambia. Si una sola cosa he aprendido en la vida es que el mundo está en cambio constante. Me atrevería a recordarle a él que el mundo no comenzó a cambiar con la presente generación. Tampoco con la mía, así como tampoco iniciamos las luchas por la reivindicación de los grupos vulnerables. El mundo actual está lejos de ser ideal, sin embargo, es lo mejor que ha estado en toda la historia de la humanidad -me remito a las pruebas- y ello no se dio de forma gratuita, sino gracias a verdaderos próceres de las luchas civiles. Y para luchas, la de Rosa Parks, por ejemplo; nosotros a su lado somos una babosa de jardín, meros opinadores de escritorio. El mundo siempre ha estado en cambio y seguirá estándolo hasta que seamos todos obsoletos y nuestras creencias olvidadas. Sigue:
“Alguien como tú debe saber que la lengua no es inmutable”.
Jamás he intentado llevar el debate hacia la preservación del lenguaje. Todos los días hago pedazos al idioma cuando lo hablo y cuando lo escribo. Es mi juguete. Lo estiro, lo abrevio, lo mutilo; invento mis propios neologismos, incorporo innovaciones impuestas por la tecnología y giros idiomáticos del habla popular. Me divierto con el idioma y cuando quiero en cambio describir algo bello, abordar un tema de gravedad o plasmar una idea que creo merece trascendencia, lo manejo con la delicadeza de un neurocirujano. Pero no soy un purista de la lengua.
Una cosa es sin embargo que la lengua se modifique incesantemente en el libre ejercicio de la comunicación diaria y otra, muy distinta, que el ala progre de la sociedad imponga a los hablantes una drástica modificación del género para comodidad mental de quienes no sienten que “el” ni “ella” los represente. Les tengo noticias: Nacieron con uno de dos sexos posibles (el hermafroditismo no es estadísticamente relevante) y con respecto a su identidad, ¿qué creen?: ¡Nadie te preguntó... Nadie te preguntó!
“Todos merecemos respeto”, me advierte mi amigo interlocutor. ¡Claro! También quienes dudan de que el lenguaje inclusivo sea una contribución importante para un mundo más justo y que, como yo, piensan que muy al contrario, tiende a fragmentarnos más y a romper nuestro precario diálogo.
¡Ah! Porque se propone e impulsa una reestructuración drástica e importantísima de la gramática y la morfología de la lengua, sin demostrar primero que sea efectivo para los fines que supuestamente buscan sus promotores. Así que adoptemos primero estas reformas al lenguaje y averigüemos después si era lo que la “compañere” necesitaba, o sólo estaba atravesando por una etapa. No importa si tiene 85 años (como Vargas Llosa). Haga un esfuerzo o muérase pronto, usted le tiene muy sin cuidado a “la generación de la inclusión”.
¿Y si el lenguaje inclusivo no resulta ser la panacea lingüística que nadie ha demostrado que sea? ¿Vendría otra reforma... y otra? Porque el cambio y el inconformismo son el sello de nuestra especie. Al final estaremos más preocupados por recordar quién es “compañere”, quién “compañeri” y quién “compañeru”, que por los temas esenciales, cuando se suponía que el lenguaje era una herramienta práctica para intercambiar ideas.
Es posible sin embargo que el leguaje inclusivo prospere, porque las empresas, con tal de ir hacia donde dicta el mercado, incorporan las tendencias dominantes a su publicidad y contenidos (estrictamente por negocios, no porque les importe la inclusión) y ya cuando a una idea la valida la industria del entretenimiento es porque está virtualmente asimilada.
Pero lo más preocupante es que, con esta exigencia del posmodernismo: “el mundo se tiene que adaptar a mí, sin que yo haga nada por modificarlo (como no sea un berrinche soberbio)”, consolidamos nuestra actual condición como sociedad obsesionada con las identidades:
“Soy gay, soy hetero, soy trans, soy no ‘binarie’, soy compañere...”. La verdad es que no necesito dicha información a menos que esté tratando de ligar contigo. Es mil veces más interesante y descriptivo sobre una persona el conocer su oficio o profesión, sus gustos literarios, fílmicos, musicales, gastronómicos, su ideología política o filosofía de vida. Pero como al parecer ello no nos vuelve tan interesantes, tenemos que gritarle al mundo la forma en que nos autopercibimos y la manera en la que nos gusta dar y recibir goce, porque ello define nuestra i d e n t i d a d . ¡Wow!
“No se necesita tener la fama de Prince para exigir respeto... para existir como más nos parezca conveniente y más nos haga felices... o hacer lo que te plazca”, concluye mi amigo.
En ningún momento dije que el derecho a la libertad o a la felicidad esté condicionado por los méritos. ¡Cuándo carajos dije eso! Yo conté cómo gracias a su status de artista, Prince pudo otorgarse un nuevo y estrambótico nombre que el mundo acató a pesar de un sinfín de inconvenientes lingüísticos y tecnológicos para su uso.
Yo por ejemplo, quisiera que todos me dieran trato de Su Majestad, pero difícilmente alguien me tomará en serio en tanto no haga yo primero una contribución importante que justifique tal esfuerzo y deferencia.
Pero el derecho a ser libre y feliz es mío de nacimiento y lo ejerzo hoy por decisión, aunque el pronombre que me asignó esta cruel sociedad no represente todo lo que yo siento que soy y todo lo que encierra mi compleja, especial y única identidad.