la oralidad
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La doble cara de la muerte, (La Terquedad, 2021) es un libro de cuentos que recrea la historia de un Saltillo fantasma y de un autor que recupera el destino trazado por su infancia. En su dualidad narra la doble muerte de la tradición oral, esa que muere primero al ser escuchada y segundo al ser leída. La oralidad es el eje de estos ocho cuentos que buscan darle claridad a una memoria distorsionada, como ladrido de perro atrás de un boza.
Marino González Ruiz, (Saltillo, Coahuila, 1982) hace un pacto con el lector: “esto que lees es mi vida” y sus personajes lo secundan: “somos la moneda de cambio con la que Marino paga sus tribulaciones”, a Saltillo, a la familia, al barrio; y sobre todo al abuelo Felipe, un Don Palabras que erosiona la memoria de un niño chismoso. En los cuentos se muestra el carácter de “realismo dialéctico”, como menciona Revueltas: “donde la realidad cobra una estructura narrable”.
En su toma de alternativa literaria, González Ruiz traza personajes que incitan a inmiscuirse en los textos marcados por una cronología bulliciosa y confesional. En El día que el abuelo dijo mi nombre, el autor devela el sino de sus historias, que pasan a ser revelaciones de cantautor o chistes de standupero.
En La doble cara, el tiempo pasa lento y se detiene en las historias que han quedado por suceder. En las narraciones el niño mira al hombre y le aguanta la mirada. Palpita un ritmo narrativo que revela leyendas del Saltillo de ausencias, que toca la puerta a la nostalgia. Ese tiempo roto le permite a sus protagonistas cruzar la calle de Ahuízotl, el Panteón de Santiago, el Santuario de Guadalupe y el Heroico Cuerpo de Bomberos, donde los secretos de una estirpe bastarda caminan a paso lento, como la sombra de un gato recargado en la pared.
En ese cuarto oscuro donde los enfermos buscan morir con “olor a santidad”, y los fantasmas cruzan habitaciones campeando tristezas, se narran historias de iniciaciones y maduración. Convergen con una prosa que busca paliar la angustia de sentirse roto por dentro. En ese resquebrajamiento la autoficción completa la naturaleza inaprensible del autor, la de contar sus historias para alejar el olvido.
Algunos escritores e historiadores saltillenses de la vieja guardia: Vito Alessio Robles o José García Rodríguez, narraron un Saltillo que hoy es una enciclopedia Encarta. En sus obras existe un discurso de una ciudad que ya no es. No sin resaltar la fascinación mágica que ocurre bajo el Cerro del Pueblo. Porque Saltillo y Coahuila mantienen metáforas sobre el lado oscuro de la idiosincrasia. De esa pulsión maman los cuentos de Marino González, que inquieto de su quehacer literario, espejea con escritores de generaciones cercanas, como Julián Herbert (Canción de tumba) o Luis Jorge Boone (Las afueras). No sólo guarda similitud en su chabacana manera de vestir, sino que son creadores de una narrativa que siembran pasados fertilizándolos de contemporaneidad.
¿Cómo escribir desde un yo que se sabe herido y vulnerable a la contingencia de la vida? Es la pregunta que Marino González se hace en un puñado de páginas, donde busca asir aquello de lo que cree carecer, la pérdida de su pasado. Pero bajo sus ficciones todo tiene una máscara de claroscuros. Así como en Cien años de soledad nos invade un exceso de verde y en Pedro Páramo vibra el grisáceo, en La doble cara de la muerte vive el sepia, el olor a humo, a frescor matutino y a rata también. Los sentidos cruzan como rayo el cielo de la visión periférica que Marino conservó en formol.
La poética de González Ruiz es un punto de partida a la creciente complejidad de un mundo que busca respuestas. Y con la autoficción, abre las brechas de la memoria que le hacen seguir creciendo como individuo comprometido con su comunidad, un apóstol de barrio que permanecerá santificado hasta que la conciencia colectiva lo deseé: “Aquella ocasión descubrí el precio de vivir en este barrio, de ser uno de los elegidos, saber que me aceptaba como un hijo más”.