La Guadalupana
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Aparece, al lado de la Guadalupana, la figura de Juan Diego, que ahora es santo. La verdad de la fe triunfó sobre las dudas de los sabios, y llegó a los altares el indio mexicano.
Estuve en la Basílica de Guadalupe en Monterrey por los días en que Juan Diego fue canonizado. Al lado del altar fue colocada una bella imagen del nuevo santo. La gente formó una larga fila para pasar ante ella. Hombres y mujeres, ancianos, madres que llevaban en brazos a sus hijos, muchachas y muchachos... Una señora tomó una flor y la pasó por el rostro de Juan Diego. Luego se dirigió a una silla de ruedas. En ella estaba un hombre −su marido, supongo− impedido de todo movimiento. La mujer pasó la flor por las piernas y brazos del baldado.
Yo quisiera tener la fe del carbonero. Así se llamaba antes la fe sencilla, la que no pregunta. Pero esto de la fe no es don de todos. La tienen los muy grandes y los muy pequeños. Quienes pertenecemos a la medianía no podemos aspirar a ese tesoro. Sólo podemos envidiarlo. Yo quisiera tener una flor para rozar con ella la imagen de Juan Diego y luego pasar sus pétalos por mi baldado corazón.
De joven iba yo a las peregrinaciones de la Virgen. Nos juntábamos en el atrio de la Catedral y luego caminábamos hasta el Santuario. Íbamos cantando los antiguos himnos:
“... Desde el Cielo una hermosa mañana...”.
El que se canta con la música del himno español:
“... La Guadalupana es nuestra gran Señora,
con tal protectora
no hay nada qué temer...”.
Y el otro, tan lleno de piedad:
“...Vamos con el alma llena
de esperanzas a rezar,
porque la Virgen Morena
ya reine en el Anahuác...”.
Y el de tonos marciales:
“... Mexicanos, volad presurosos
del pendón de la Virgen en pos,
y en la lucha saldréis victoriosos
defendiendo a la Patria y a Dios...”.
La Virgen de Guadalupe está en la esencia de lo mexicano. A ella vuelve los ojos el pueblo, y en ella encuentra siempre consuelo a su aflicción. Su manto protector cubre a quien llega a sus plantas. En esa fe que se mantiene al paso de los años está el milagro. Se manifiesta de nuevo cada 12 de diciembre, y se revela sólo a quienes son humildes de corazón y no han perdido la inocencia de los niños. Yo no tengo esa dicha; soy indigno de que los ojos de la Madre se vuelvan hacia mí. Pero, oculto en un rincón de su casa, le canto con voz queda, para no ser oído más que por ella, una canción:
“... Buenos días, paloma blanca,
hoy te vengo a saludar...”.