La práctica de la fe y la modernidad en Semana Santa
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El aroma a tierra mojada se esparce en el ambiente mientras una tropa de nubes se escurre por la tarde. Son apenas unas cuantas gotas, pero predicen la oscuridad; se ve venir desde allá lejos. Una lluvia más o menos duradera, apenas un poco más que chipi-chipi. Se alcanzan a humedecer los ramos colocados en las puertas de las iglesias y unos más pequeños, que los vendedores ofertan en las salidas.
Es Domingo de Ramos y al centro de Saltillo le atraviesa un tránsito fluido: tanto de automóviles como de fieles que caminan de los templos a las plazas y comercios abiertos. A esta hora de la tarde, las doce del mediodía, son muchos y variados.
Se hacen filas para entrar lo mismo a la iglesia de San Juan Nepomuceno que a Catedral, como a la de la Luz, esta última en la calle Corona con Hidalgo. Los feligreses acuden con sus ramos para que sean bendecidos. Los mantendrán en el hogar por todo el año en un sitio visible. Algunos otros emplearán sus hojas en tés; si va de laurel o manzanilla aliviarán dolencias de cabeza o estómago. Fuera les espera un antojo: churros, enchiladas, aguas frescas o tamales.
El día que fue soleado y a ratos nublado, termina por volverse oscuro. A la distancia, un arcoíris domina el horizonte: en la sierra hay una cortina de agua.
Muy distinto este ambiente, por momentos muy de fiesta, al producido en la Semana Santa de décadas atrás. Quizá por tratarse del primer día, en donde se recuerda el festejo cuando Jesucristo es recibido en aquel Domingo que hoy recordamos de Ramos.
Los días que se avecinan recordarán aquellos vividos por Jesús, los últimos sobre la tierra, cuando compartió el pan por última vez; cuando se ofreció a lavar los pies a sus discípulos; cuando conoció la traición de la que sería objeto; cuando al final fue conducido ignominiosamente al calvario, cuando al final una luz representará lo que desde la infancia nos fue transmitido y ha ido de generación en generación: la resurrección.
Recordaremos todos esos días que en la infancia resultaban largos y tristes, muy ante todo el Viernes Santo, viendo oscurecerse el cielo y arreciándose
el soplo del viento a las 3:00 en punto de la tarde.
Un día de aquellos, en los estudios de secundaria, impelida a regresar a la ciudad por estar, como tantos otros saltillenses, en el campo, vi a una ciudad carente de vida. Ni un alma permanecía mucho tiempo en la ciudad como no fuera para entrar o salir en exclusiva del templo. El silencio era estremecedor. Corrían los años setenta del siglo anterior.
Recuerdo los comercios cerrados, y ante ello entonces sin la más mínima posibilidad de adquirir los materiales para el trabajo escolar.
Hoy estos días santos son en cierta manera distintos. Hay silencio y una quietud igualmente particular. Menos tráfico. Una atmósfera de recogimiento, pero a la vez un aire de festividad.
Esta semana se espera la representación del viacrucis, que organizan ya varias iglesias. La ciudad observa sus prácticas y a la par vive su modernidad. Es el siglo 21 y vienen a la memoria las líneas del poeta Luis Lajous, escritas en el pasado: “Hoy he rezado tres Padres Nuestros, en una iglesia, pero no sé si fue la envidia de aquella gente que, en plenos años del siglo XX, todavía ora, espera y cree”.
Se vuelcan los pobladores en la fe y sigue siendo Saltillo, aun en su modernidad, un espíritu atento a su tradición.