Las Navidades en el pasado en Saltillo
Esta temporada trae siempre consigo el recuerdo de Navidades pasadas, sobre todo de aquellas cuando éramos niños, hace ya muchos años, y nuestra ciudad era otra. Pequeño, con un comercio proporcionado al número de habitantes y establecido en las calles del primer cuadro, el Saltillo de ayer debe quedar registrado en las crónicas de hoy. No había entonces tiendas de autoservicio ni centros comerciales. Las tiendas eran, dirían ahora, especializadas: unas vendían ropa; otras, zapatos y otras libros; había las de telas, las de estambres y las de café en grano, molido y de diferentes variedades, y las que vendían música en discos de acetato; otras eran papelerías, ferreterías, mueblerías y las de materiales para construcción. Las de alimentos vendían latas, vinos y ultramarinos, porque la harina, los granos, las sopas, los dulces y lo que se consumía a diario se vendía en las tiendas de la esquina del barrio, las fruterías, las carnicerías y las panaderías. La PH (Proveedora del Hogar) vendía loza, cristalería y regalos. En el Mercado Juárez había fruterías y carnicerías y otras vendían canastas, jaulas para pájaros, piñatas y cosas por el estilo.
Una de las tiendas más completas era la Ferretería Sieber, que todavía hoy vende ollas y demás enseres para la cocina, además de todas las cosas de ferretería y algunos materiales para construcción. En épocas navideñas, la Sieber se convertía en un paraíso infantil, era la tienda que vendía más juguetes en la ciudad, si no es que la única, y sus aparadores exhibían todo lo que entonces los niños y las niñas podían desear: muñecas, trastecitos, patines, bicicletas y la gran atracción: un trenecito eléctrico compuesto de máquina, carros y kabús, que daba interminables vueltas sobre su vía ovalada; junto a la vía, una estación y a lo largo de ella varios postes de señalización encendían su luz roja cuando iba a pasar el tren. Como todos vivíamos en el centro, íbamos todos los días a ver el aparador de la ferretería para escoger el juguete que pediríamos al Niño Dios para la Navidad. Santa Claus no había ingresado todavía en aquel pequeño mundo que era Saltillo. Saltillo no era visitado por los Reyes de Oriente. Casi todas las demás tiendas exhibían en sus aparadores nacimientos con figuras de barro y competían entre ellas para poner el más lucidor.
Una bella costumbre del comercio, perdida para siempre, era que una noche de diciembre, en los aparadores de los negocios más grandes se montaban cuadros plásticos vivientes, representando escenas relativas a la Navidad, desde la Anunciación, la huida a Egipto, el portal de Belén con María, José, el Niño, el ángel, los reyes magos y algunos pastores, de los que alguno cargaba un pequeño borreguito de verdad, y los cuadros llegaban hasta la presentación del Niño en el Templo. Como los personajes eran reales, casi siempre, el bebé que era el Niño Jesús lloraba y pataleaba, lo mismo que los borregos balaban y querían escaparse para regocijo de todos. Entonces se corría una cortina y los personajes descansaban, el niño comía, el borrego también y todo volvía a la calma. Aquellas noches, Saltillo entero se volcaba a las calles para visitar aquellos aparadores y “vivir” las escenas evangélicas del Nacimiento, basadas especialmente en la narración de Juan el Evangelista.
Entonces era otro el espíritu navideño, ahora sólo son las compras, los regalos y la cena de Navidad, sin recordar qué es la Navidad. En muchos hogares, el pino cada vez más cargado y más colorido desplazó el Nacimiento.
Volver al pasado es imposible. Sin embargo, tenemos un año por delante para pensar que más que intercambiar regalos en la Nochebuena, las familias y los amigos debemos recordar el motivo por el que nos reunimos y decirle a cada uno lo mucho que lo queremos y decir todos juntos una oración para que haya días mejores que los que estamos viviendo.
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