LGBTYEAR, la película
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El plan diabólico de la comunidad LGBTT-etc y objetivo último de la temible “agenda gay”, la “homosexualización” de toda la especie humana, fracasó estrepitosamente de la mano de su vehículo conversor: LIGHTYEAR, la nueva peli de los estudios Disney-Pixar.
Su desempeño en taquilla durante el fin de semana de su estreno (el que define su suerte definitiva) fue tan pobre que ya hizo que la mítica compañía de animación CGI replantee sus objetivos y proyectos venideros. ¿Será que el mundo cristiano repudió en forma unánime este claro atentado contra la Enseñanza Divina?
¡Obvio no! Pasa que la película en cuestión no es ni por asomo divertida o emocionante como las cuatro entregas de la saga de la cual se deriva.
La premisa es, sin embargo, maravillosa y, para cerciorarse de que la entienda hasta el más lelo, nos la ponen por escrito antes de la primera escena: “En 1995 Andy recibió un juguete de su película favorita. Ésta es esa película”.
¡Wow! Lo digo en serio. La idea es portentosa y lleva al universo de Toy Story a una meta-narrativa que -así planteada- resulta seductora. Pero no hay manera, ni por asomo, de que esta película que nos entregaron sea la que arrebató el corazón y la imaginación del protagonista subyacente de la franquicia, el hiperactivo niño devoto a sus juguetes, el Vaquero y el Astronauta.
El grave problema de “Lightyear” es que no sabemos nada, absolutamente nada de su protagonista. Conocemos perfectamente al juguete que creía ser éste nuevo personaje y que, tras una dura crisis de identidad, acepta su realidad, su verdadero ser y su misión en el mundo. Pero del Buzz sobre el cual se modeló aquel juguete no sabemos -repito- absolutamente nada. ¿Y qué cree? Al final de la película tampoco sabremos quién demonios es.
La premisa que, ya le digo, es una brillantísima idea de hacia dónde podía expandirse este universo, obligaba a una película “de origen”, es decir, una que nos narrase los puntos clave en la vida del héroe para saber qué eventos hicieron de él lo que es: El tipo valiente, pero altanero, autosuficiente, pagado de sí mismo, solemne y apegado al manual, aparentemente modesto, aunque hambriento de admiración.
Su personalidad ya la habíamos podido deducir tras conocer a su versión plástica (en “Toy Story 2” Buzz se topa a sus “hermanos” y son tan insoportables como él mismo al inicio de la primera entrega). Pero del “verdadero” (le recuerdo que estamos en un tercer plano narrativo de este universo), del “verdadero” Buzz desconocemos sus motivaciones y los nudos de su historia. No sabemos qué vocación o circunstancias lo hicieron un Space Ranger, no sabemos qué lo mueve, qué falta en su vida, qué tuvo que enfrentar, qué tiene pendiente por resolver. Ni siquiera sabemos cuáles son las hazañas que le dan el prestigio del que parece gozar desde siempre.
Y la consecuencia lógica de no conocer algo o alguien, es que no podemos amarlo; y si no lo amamos es imposible que nos importe su suerte, lo que le suceda, lo que finalmente le ocurra. La aventura por tanto, resulta genérica, desechable. Para colmo, todo está diluido para darle juego a una colección de personajes secundarios de flojera.
El repudio hacia “Lightyear” expresado en la recaudación más pobre de Pixar desde “Cars 2” no está en la polémica alrededor de un personaje gay. Muy al contrario, estas controversias suelen hacerle un favor a la taquilla. No, el problema radica en esa gran deficiencia que ya abordamos y sí -en un segundo término- a la decidida orientación “woke” de su guión.
El “wokeismo” se refiere a la conciencia sobre desigualdad y otras preocupaciones que hoy en día se consideran prioritarias y plagan la cultura del entretenimiento. “Woke” es estar despiertos y alertas sobre causas y luchas de minorías antes poco representadas. Y en ese sentido, “Lightyear” es de lo más “woke” pues no sólo da cabida a un personaje abiertamente lésbico (el beso es lo de menos, eh), también alecciona al descolorido Buzz sobre su heroicidad de macho alfa, que no debe acaparar todo el protagonismo, sino que hay que dar oportunidad a los viejos, a los de pasado pasado cuestionable, a los jóvenes sin experiencia y a los ineptos, para brillar también.
En serio, el beso lesbiano es lo de menos y son ridículas las posturas extremas del debate en torno a éste: Es ridículo por parte de quienes consideran que sus criaturas se van a corromper por por ver una de las miles de maneras en que se expresa la diversidad humana. Reconozco su prerrogativa de criar a sus hijos bajo sus creencias, pero mi creencia muy personal es que es absurdo “protegerlos” de una muestra de afecto en una pieza fílmica.
Pero es ridículo también el giro que Disney y la industria del entretenimiento en general han tomado, sobrerrepresentando a una minoría en cada producción solo para cumplir con un requisito político. Porque todo esto, ‘querides amigues’, no se trata de reivindicación, sino de política.
Y ridículos son los militantes LGBTTQ que ven en esto una conquista de representatividad. M’ijos, el día que la igualdad de derechos esté garantizada para todos, van a dejar de ser tan cándidos para creer que Disney los representa. Cuando se preocupen por auténticas conquistas civiles y reconozcan a quienes lucharon verdaderamente por ellas, dejarán de pensar que tener una cuota en cada producto de Hollywood (la industria más perversa sobre la Tierra) es una conquista y que el Ratón Mickey es su amigo y “aliade”.
Lightyear es tan “woke” como la última trilogía de Star Wars, que hizo del personaje Rey -una chica que jamás recibió entrenamiento alguno- la mejor Jedi de la saga (mejor que el maestro Yoda). Pero en narrativa, las cosas gratuitas no funcionan, es necesario lo que Joseph Campbell describe como El Viaje del Héroe, ese periplo que el ‘prota’ debe vivir para ponerse a prueba, forjar sus méritos y su carácter, antes de librar la batalla final.
Es una constante que veo con cada vez mayor frecuencia: Parece que el cine ya no invita a inspirarnos con historias sobre personas y hazañas extraordinarias, sino anécdotas de gente del montón que con estar del lado correcto hizo suficiente. Como las competencias entre los niños de esta generación, en las que hay que darles medalla a todos y cada uno, para que los menos aptos, los lentos, los últimos en llegar, no se traumen.