Mineros y carboneros de Coahuila
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Pocos, muy pocos saben que desde las entrañas de la tierra, los carboneros coahuilenses contribuyen al desarrollo y progreso del País. La Región Norte de Coahuila es la zona productora más importante del llamado carbón de piedra. Sin embargo, su historia se escribe con lágrimas.
Esos mineros con los rostros borrados por el polvo del carbón, intrusos en un mundo de sombras tan oscuro como la noche, se rozan constantemente con la muerte. Conviven en los yacimientos carboníferos con el gas grisú, las inundaciones y los derrumbes, y diariamente enfrentan, con valentía y entereza, la posibilidad de una explosión o una inundación que puede sepultarlos en vida. Sus familias y ellos conocen el temor y la agonía, pero sobre todo, la esperanza.
Alfonso Mario Cárdenas Berrueto, autor del libro “La Noche Eterna en las Minas”, describe a los mineros: “Buenos, francos, bromistas, valientes, compartidos y serviciales, siempre dispuestos a dar la mano a quien lo necesita, la mayor parte de las veces sin que medie solicitud de ayuda, sobre todo en el interior de la obra minera”. Cárdenas Berrueto refleja con todo realismo la vida y las vicisitudes cotidianas de las minas en los yacimientos carboníferos coahuilenses en un sentido reconocimiento a los mineros del carbón. Dice que son hombres con atributos distintos resultado de una hermandad que sólo se da ante el peligro enfrentado cada día y profundiza su retrato con dichos mineros usados ya por varias generaciones de trabajadores del carbón cuando reciben noticias infaustas acerca de otros compañeros: “Total, nadie se muere la víspera, sólo los guajolotes”; “Uno se puede escapar del rayo, pero no de la raya” —la línea que separa la vida de la muerte—; y la frase irreverente que remite a la acción de algunos burros o mulas para librarse de una vez por todas de las ataduras y que los mineros aplican con brutalidad al deceso de alguno: “Otro que mascó el mecate”. Es indudable que tales sentencias reflejan la resignación y el fatalismo. No obstante, la aceptación de su destino les da valor para seguir en el oficio que es su vida y difícilmente abandonan.
Las mujeres no podían entrar a las minas en México hasta hace pocos años porque, al decir de los mineros, es de mala suerte. Por azar, soy una de las quizás pocas mujeres que han estado dentro de una mina en operación, no de carbón sino de extracción de mineral en greña, que beneficiado se convierte en plata, plomo y zinc. La sensación es extraña. Desde que se traspasa la boca, uno ya va preguntándose si los pilotes de madera que sostienen la estibación del túnel tendrán suficiente resistencia para sostenerlo, y antes de penetrar el tiro, se mira con angustia el rostro del malacatero tratando de adivinar si le dará razonable velocidad y si logrará frenar a tiempo. Ya dentro de la tolva, uno ruega que resista el cable de acero y que los compañeros guarden el equilibrio para que la canastilla no roce las paredes del pozo, que de tan cercanas, lastiman la mirada.
Cuando se llega al primer nivel, uno da gracias a Dios. Pero es apenas el vestíbulo de un laberinto de pasadizos horizontales, y a veces de otro tiro que lleva a otro nivel más profundo, al que generalmente se accede mediante un elevador abierto. De allí parten otros túneles siguiendo la ruta de los yacimientos. Es como una ciudad subterránea con su red de calles, avenidas y pasadizos; sus complicados sistemas de electricidad, extracción del agua y ventilación. La sensación de tener cientos de toneladas de roca sobre la cabeza es extenuante, pero mirar la ruta de una veta, tocarla con los dedos y despertar el mineral dormido para sacarlo a la superficie es inenarrable. Quizá por eso ni los carboneros ni los mineros abandonan el oficio.
Las profundidades de la tierra son un mundo a la vez trágico y apasionante, es nuestro y no nos pertenece. Por eso los mineros, que extraen de sus entrañas lo que en la superficie hace la vida más confortable, pagan con sus vidas el tributo.