¿Muchos o pocos libros?
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Aunque las bibliotecas amplias y laberínticas son deslumbrantes, prefiero las bibliotecas pequeñas. Creo que todo es culpa de don Quijote de la Mancha. De adolescente, escuché que el famoso personaje de Cervantes se había vuelto loco por leer demasiados libros de caballería. ¿Pues cuántos serían? Años más tarde, en la universidad, me sentí sorprendida y algo abrumada por esta novela. En los primeros capítulos recordé aquello de los números. La edición de la RAE aclara que la biblioteca de don Quijote era de unas “dimensiones muy considerables para la época” con “más de cien, aunque sin llegar a los trescientos volúmenes aludidos”. Es decir, en esos años tener un centenar de libros era ya una locura. Los ejemplares costaban más de lo que podríamos imaginar y se imprimían, si la memoria no me falla, con la intención de preservar la obra, no de producir libros de bolsillo.
Los personajes de esta emblemática novela escuchaban historias en tabernas o en cualquier parte. ¿Eso cuenta como libro? La escritura es muy nueva si la comparamos con la historia de la oralidad. Ya he hablado en otras columnas de los cambios de formato. El punto es que en algún momento me maravilló la historia de los cien libros que convirtieron a Alonso Quijano en Don Quijote de la Mancha. Con un romanticismo propio de la primera juventud, me prometí que tendría una biblioteca selecta. No importaba reunir muchos libros, sino los precisos que me convirtieran en algo distinto. Pues éxito no obtenido, por supuesto. La biblioteca de mi casa empezó con un librero de madera que fabricó mi papá. “Cuando lo llenes, hago otro”, dijo. Lo llené en poco tiempo. Con los años, las paredes de la casa han sido invadidas por libreros. Cuando eso pasa, hago una limpia y regalo los tomos que sobran. Me gusta que las palabras vuelen, se vayan, viajen y no mueran empolvadas en mi librero por los siglos de los siglos. Según la temporada, los estantes se vacían o se llenan.
La semana pasada compré un lote de libros de segunda mano para vender. Los variopintos ejemplares llegaban al número cien, como los de don Quijote, pero ninguno era de caballería. Me resultó simpático que en la misma caja convivieran los poemas de Lorca con libros de exorcismo o de whiskys. Tampoco sé si habrá interesados en comprarlos y, en honor a la verdad, no me mortifica tanto. El problema es que además de los libreros, ahora hay dos mesas con pilas de libros en espera de su comprador. Poco a poco comienzan a tomar el espacio, como en el cuento de Julio Cortázar; sólo que estos invasores no siempre son tan escabrosos. O bueno, quién sabe. Los libros pueden tener todo tipo de naturaleza, desde los esotéricos, pasando por los aventureros, sabios y cómicos, hasta los tétricos y maldosos. Igual que las personas.
En la literatura, los personajes rodeados de libros poseen destinos conflictivos. En la vida real también. Además de don Quijote pienso en otras figuras como Madame Bovary, lectora de obras de romance. Su vida no pudo ser tan linda como en las novelas y aunque fuera una mujer educada, Emma padeció el no alcanzar una existencia más llevadera. Marianne Dashwood, heroína de Jane Austen, alentaba su desmesurada sensibilidad con la lectura de poesía. Me gusta imaginar las bibliotecas de estos protagonistas literarios. Quizá para su época fueran cuantiosas y para la nuestra selectas. Nunca he entendido el afán de los que se preocupan por la cantidad de libros leídos al año. Esa meta de leer cien libros (que si hacemos la división son dos por semana) no tiene, si seguimos los parámetros de don Quijote, mucho sentido. Al menos en mi experiencia como lectora, no se trata de cuántos sino de cuáles. Cuáles libros tocaron el corazón de Alonso Quijano. Cuáles libros hicieron reír a Madame Bovary. Cuáles historias caminan y maduran con nosotros a lo largo de la vida. O si nos ponemos menos cursis, cuáles libros enloquecen o desatan las pasiones. Esos son los que me gustaría atesorar en la biblioteca, no importa si son pocos.