Claveles y duraznos en flor, cuerpos varoniles y un salto en paracaídas
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Por: Henri Donnadieu
En esa época parecía que la ocupación no iba a acabarnunca. Los alemanes impusieron el reclutamiento forzado y empezaron a mandar a los franceses a trabajar a Alemania en la industria bélica. Muchos jóvenes del pueblo pasaron a la clandestinidad, entre ellos mi padre, al que no volvería a ver hasta acabada la guerra. Por si eso fuera poco, a las pocas semanas de haber nacido, mi madre decidió reunirse con su marido en alguno de los grupos de partisanos que operaban en las estribaciones de los Alpes Marítimos. Me dejaron solo con mis abuelos y cuando regresaron jamás hablaban de lo que habían vivido. Una vecina senegalesa, casada con un italiano de apellido Ponteprimo, tuvo un hijo a las dos o tres semanas de mi nacimiento y ella fue la que me dio pecho, convirtiéndome en hermano de leche de su hijo Georges.
Tras el desembarco de Normandía, la resistencia había jugado un papel cada vez más importante al informar sobre las defensas alemanas y entorpecer los desplazamientos de las tropas nazis mediante el sabotaje contra la industria de guerra. Viéndolo así, supongo que mis padres ayudaron a liberar a Francia de la tiranía nacionalsocialista, pero yo lo sentí como un abandono. De esos primeros años solo recuerdo a mi abuela, que acaparaba todo mi tiempo e interés. Estaba siempre pegado a sus faldas. La ausencia de mis padres, aunque definitiva para la formación de mi carácter futuro, quedó aminorada por sus cuidados y su comprensión.
De esa época conservo también la primera imagen de auténtica belleza de la que tengo conciencia. Cros de Cagnes era un pueblito muy pequeño: de un lado estaba el mar, del otro los campos de labranza. Al frente, el puerto y la playa; después el pueblo, la carretera y los campos de cultivo con largas filas de árboles de durazno y claveles de todos los colores. Cuando los durazneros también floreaban, resultaba algo extraordinario, como una escena de la película de Los Sueños de Akira Kurosawa, que vería muchos años después.
Para llegar a la casa desde la carretera había que cruzar un pequeño puente sobre un riachuelo bordeado de juncos y cañas. La casa tenía tres recamaras: la de mi abuelo, la de mis padres y la de mi abuela, donde yo dormía. Era una mujer muy delgada, siempre vestía de negro o de gris. Pasaba todo el día con ella y desde muy temprano me enseñó a leer y a contar. Íbamos a menudo a hacer las compras, a platicar con sus amigas o de visita con la tía Madeleine, que estaba casada con un hermano de mi abuelo y era toda una excéntrica, una bohemia, una buena salvaje.
Mi abuela me enseñó a amar lo bueno de la vida. Siempre me entendió tal y como era, sin conflictos. Jamás me prohibió jugar con muñecas, prefería que fuera sensible pese a la tosquedad del entorno. Recuerdo que nunca me quería ir a dormir; no me gustaba que el día acabara, tenía verdadero terror de no despertar. El miedo a irme a dormir era desde luego miedo a la muerte, pavor a desaparecer físicamente.
A la enfermedad nunca le temí y la religión no daba consuelo a mis angustias filosóficas. Mi abuelo era más bien comunista y mi abuela me llevaba al catecismo, sobre todo porque daban chocolate y galletas gratis, y porque era inconcebible, en aquel entonces, pensar en no hacer la primera comunión. Nunca hablé con nadie de ese miedo, mi ansiedad nocturna me pertenecía solo a mí y de alguna forma me constituía.
Cuando tenía un año, mis padres regresaron y me llevaron a vivir a otro pueblito, Juan les Pins, al lado de la ciudad de Antibes, que entonces era un lugar de moda donde se celebra un importante festival de jazz y la cuna de la primera revista de travestis en Francia, Le Carrusel de Paris. Mi mamá era conserje de un edificio y vivíamos en el sótano; mi padre cambió su oficio de panadero por el de policía. Era fiel a De Gaulle, que había encabezado la Francia Libre y presidido el gobierno provisional tras la victoria y hasta 1946. En esos años mi madre cambió radicalmente y empezó a padecer unos celos casi enfermizos por su marido. Mi abuela nos visitaba muy a menudo y para mí esos eran los mejores momentos, siempre llegaba con regalos y conseguía hacerme olvidar los gritos y las querellas de mis padres, que nunca se separaron y nada más nos hicieron la vida imposible a todos. Aunque nos empezaba a ir mejor económicamente, la bonanza no duró mucho: cuando tenía tres o cuatro años regresamos a vivir con los abuelos.
A partir de ese momento me acuerdo de todo con mucha claridad, sobre todo del aroma de la citronela, una hierba de olor que agarraba en el campo cada vez que salía de casa. Asocio esa fragancia fresca con la libertad de la que gocé en mi infancia cuando jugaba con Georges, mi hermano de leche, y con Roger, el vástago menor de una familia de vecinos que tenía un negocio al lado de la carretera.
No teníamos baño ni wc. En verano me bañaba afuera, en el lavadero donde se tendía la ropa, y, en invierno, en la cocina. No había sala, la cocina era el lugar de reunión y la estufa de leña, el centro de la casa; sobre la chapa, el eterno café con achicoria; en el horno siempre unas papas y, en invierno, un saco de castañas. Mi abuela ponía café en mi biberón para que fuera más despierto: mi primera adicción y tal vez la última que abandone.
La casa tenía dos entradas, la principal con dos escalones y un jardín al frente, y la otra, la que siempre utilizábamos, frente al campo de los vecinos, los papás de Georges.
A un lado estaba la letrina sobre una fosa séptica de la que se sacaba el abono. Cuántas veces me senté sobre aquel agujero mirando al jardín y los alrededores. Recuerdo que siempre tomaba un junco de los que crecían a la vera, luego otro, y los amarraba, tratando de alargar lo más posible aquella extensión verde de mi brazo con la que pretendía tocar el cielo. Era una rutina, mi pista de despegue para poder atisbar más allá de los cortos límites a los que me sometía la vida. Esa será otra constante de mi existencia: siempre mirar hacia arriba.
Recuerdo que tenía intuiciones que resultaban ser ciertas, así supe de la muerte de mi tía Madeleine y anticipé la desaparición de mi tío Jean. Era algo extraño y hasta las amigas de mi abuela me pedían que les echara las cartas, muchas veces lo hacía aunque no sabía nada del Tarot ni del significado simbólico de las imágenes, pero les decía lo primero que me venía a la mente.
Desde pequeño sufrí de hipocondría y me daban fuertes dolores de estómago que me impedían moverme durante horas. Sentado en las escaleras de la entrada principal de la casa de mi abuela miraba el jardín, lleno de flores y árboles frutales, imaginando que quería ser director de cine o que era amigo de los más famosos conductores de Fórmula 1. Siempre soñando despierto mientras trataba de olvidar mi estómago.
Henri Donnadieu activista y escritor
Es autor de La noche soy yo, libro del que se extrae el fragmento que publicamos hoy. Originario de Cros de Cagnes, Francia; llegó a nuestro país como refugiado político y se describe como “un mexicano francés”. Dirige el bar 9 de Amberes en la Ciudad de México.