El Fyre Fest
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Los festivales de música son una tentadora pesadilla. Uno puede verse seducido ante la idea de un fin de semana de diversión escuchando no una, ni dos, sino a un cierto número de sus bandas y artistas favoritos.
Pero lo cierto es que uno termina cansado hasta los últimos sacramentos, “engentado” como se suele decir, financieramente raspado, con la vejiga a punto de explotar y no siempre contento con el espectáculo.
La historia de los festivales de música nace a la era moderna con Woodstock, “¡por su pollo!”. Y es que, aunque no fue el primero, ni el mejor organizado, sí reunió al cartel más emblemático de artistas y su registro fílmico y sonoro constituye un documento invaluable del movimiento hippie de finales de los años 60.
En México, con lo dados que somos a la expropiación de las ideas ajenas, tuvimos el Festival de Avándaro, en el que se perdieron incontables vidas… Sí, perdidas a causa del pachequismo y todo ese satánico “rocanrol”.
Hoy en día los festivales de música han cobrado tal auge que hasta Saltillo tiene el Zapal Fest, que es como el Coachella pero con gente que vive en el Fraccionamiento Bonanza.
Usted puede reunir en casa a sus amigos que tocan guitarra a echar gallo, beber y fumar mota. Si aguantan dos días seguidos sin cortarla ni bañarse, ya cuenta como festival. Mi sugerencia es que lo repitan al año siguiente y comiencen a cobrar.
Festivales los hay para todos los gustos –rock, indie, trova, electrónica, andina, ska–, y todos los presupuestos, desde unos cientos de chuchos hasta los miles de dólares. Pero créame, no hay garantías. La mejor experiencia no está exenta de cancelaciones de última hora, instalaciones deficientes, una producción que deja mucho que desear, botellitas de agua de ochenta pesos y esos baños portátiles que son el calvario de hombres, mujeres y botargas.
Responsable de este resurgimiento de los festivales de música es también la tecnología vigente. Las actuales telecomunicaciones disponibles permiten las contrataciones de talentos y proveedores, mientras que las plataformas digitales posibilitan los pagos en línea y una promoción de alcance mundial. Así que no es raro que en cualquier momento algún badulaque con ínfulas de emprendedor alumbre la brillante idea de traer al mundo justo lo que le anda haciendo falta: el nuevo y más grandioso festival de música de todos los tiempos.
Eso fue justo lo que prometió un tal Billy McFarland cuando anunció Fyre Festival. La mejor experiencia musical y el más exclusiv-o retiro rodeado de “socialités” o, como se le conocía en los 80, gente del “jet set”: Celebridades, súper modelos, magnates, “influencers”, todos conviviendo junto a una élite de artistas en dos inolvidables fines de semana, lejos de la raza ordinaria, en una paradisiaca isla privada de las Bahamas, antigua propiedad del mítico narcotraficante Pablo Escobar.
La isla no sólo se promocionaba como un secreto edén turístico, las instalaciones para el alojamiento de los miles de visitantes serían de cinco estrellas y el servicio de alimentación y “catering” estaría proveído por chefs de fama internacional. Entre los artistas invitados se contaban bandas de rock, raperos y D.j.’s –ignoro cómo se escribe eso de “diyei”, pero ya sabe, me refiero a esos güeyes que ponen discos y quieren recibir trato de músicos–.
Los boletos, permítame decirle, se agotaron, pese a oscilar entre los mil y 12 mil dólares. Hubo gente que renunció a su empleo con tal de participar en lo que prometía ser la celebración más gloriosa desde las Bodas de Caná.
Lo que nadie, o muy pocos, advirtieron a tiempo, fue que el tal McFarland era una fichita, un estafador y mitómano quien ya había hecho antecedentes como timador. Sin embargo, la carismática personalidad propia de su de perfil sociópata le permitió conseguir los inversionistas necesarios y socios para echar a andar su fatua empresa de papel: el Fyre Festival.
Hay un documental en Netflix que le disecciona cada una de las partes de este megafraude con sabor millennial.
Sepa sólo por el momento que el día del festival se llegó y la isla era poco más que un pueblo sin servicio ni infraestructura vial u hotelera para los visitantes convocados por McFarland y su Fyre Fest. No había sede para el evento, ni los conciertos, ni las fiestas de élite prometidas. La concurrencia al poco tiempo de llegar se percató de que no tendrían ni qué comer, ni en dónde dormir o en qué trasladarse.
El simple hecho de conseguir agua para beber ya suponía un problema, no había ni de las botellitas de ochenta pesos. ¿Baños? ¡Olvídese también! La gente lo que necesitaba era una manera rápida de salir de la isla y tampoco es que abundaran los vuelos.
Los defraudados asistentes se convirtieron por unos días en el chiste favorito de las redes y los medios, aunque en honor a la verdad, además de terminar despelucados por andar de glúteos-prontos, sí corrieron algunos riesgos inherentes al hecho de estar a miles de kilómetros de casa, separados por el océano, sin los servicios más elementales, compartiendo la misma suerte que otros miles de desgraciados VIP.
Lo curioso es que las semanas previas al evento McFarland y amigos se dedicaron a vivir la vida cachetona, a discutir los problemas relacionados con la organización del evento sin resolver ninguno, a encampanar a sus subordinados con exigencias imposibles de cumplir y a sangrar a los inversionistas con millones y millones de dólares, de los que desembolsaban apenas lo necesario para que la bola de nieve siguiera rodando y creciendo.
El resto se lo gastaban en una orgía sin límites. Lo curioso es que hasta el último momento, antes de la catástrofe, los millones no dejaron de fluir.
¿Por qué le estoy contando todo esto? Lamentablemente es algo que tendré que aclararle en la próxima entrega, ya sabe, en este mismo espacio, a la misma bati-hora, por el mismo bati-canal.
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