Pedir perdón. La manera incorrecta

Aquí vamos de nuevo con el penoso y muy sensible tema del perdón, que abordamos hace no tanto con motivo de aquella fallida petición del Gobierno mexicano hacia la Corona Española para que se disculpase con las tribus indígenas víctimas de la Conquista.

Tal petición no prosperó. De este lado del Atlántico no supimos bien a bien qué se solicitaba, a quién ni con qué propósito, el tema pronto derivó en discusión estéril y luego en chacota vil. Allá en la Península Ibérica, al verse prematuramente descubierta la negociación, se deslindaron por completo y sencillamente adujeron que no había nada ya por qué disculparse.

No obstante aquella pifia diplomática, aquí nos pronunciamos en favor del perdón, pues no consideramos la contrición como algo inútil siempre y cuando: A) Sea sincera y no sólo sea la reacción del agresor ante el peso de las consecuencias de sus actos. B) Se trabaje al mismo tiempo en todo lo que sea humanamente posible para resarcir el daño, restituir a quienes sufrieron por la ofensa y desalentar que un episodio tal se repita, todo ello sin eximir al responsable de que purgue la probable sentencia por sus crímenes y delitos.

Se trata de un perdón, no un indulto. El perdón trabaja de hecho en favor de la víctima más que en beneficio del agresor, quien colateralmente podría recuperar algo de su dignidad, pero repito, no se trata de eximirlo de castigo o condena a purgar.

Por supuesto, una persona demasiado ofuscada no consideraría el perdón si no se le explica que no se trata de otorgarle la redención gratuita a su o sus victimarios, sino de restituir a todos los involucrados la condición humana que se perdió en el camino.

Hace no mucho también el Gobierno Federal pidió una disculpa pública en ceremonia oficial por el asesinato de Javier Francisco Arredondo Verdugo y el saltillense Jorge Antonio Mercado Alonso, estudiantes del ITESM, a manos del Ejército Mexicano, doble infamia dada la manipulación de la evidencia y la escena del asesinato, en un burdo intento por inculpar a las víctimas como sicarios y así eximir a las Fuerzas Armadas.

Mencionamos en ese entonces como corolario el caso de Allende, Coahuila, del que no esperábamos realmente ninguna respuesta ya de parte de nuestras valientes y honorables autoridades.

Pero hay que admitir cuando uno se equivoca y es que la semana pasada el gobernador del estado, Miguel Riquelme, acompañado por la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, en representación del Presidente de la República y el subsecretario en Derechos Humanos de esta misma dependencia, Alejandro Encinas, encabezaron el acto protocolario correspondiente para pedir una disculpa por la peor masacre acaecida en nuestra entidad.

Y a pesar de que han pasado ya ocho años de mutismo al respecto, esta ceremonia llega de manera prematura.

Digo que es prematuro no porque no haya transcurrido ya demasiado tiempo, sino porque éste no fue debidamente empleado ni por la autoridad en su momento ni por quienes le sucedieron en funciones.

Tan sencillo como que no hay consenso sobre el número de víctimas, el número de desaparecidos ni el número de cadáveres recuperados. Las investigaciones periodísticas tienen una cifra que contradice, por supuesto, las de la autoridad que siempre es mucho más conservadora; los observadores internacionales tienen conclusiones distintas y al final está el Gobierno Federal, que recién arriba y hereda los informes de una Presidencia que le encubrió a su alfil y auspiciador la hecatombe que significó su aciago “Gobierno de la Gente”.

Sin ir más lejos, el ciudadano común apenas tiene una leve noción de que algo muy malo ocurrió en la región de los Cinco Manantiales hace casi una década, en las postrimerías del sexenio de Moreira Primero.

Pero el horror no se ha dimensionado ni reconocido por el grueso de los coahuilenses en su justa y hórrida proporción, que si lo tuviéramos tan vívidamente impreso en la conciencia colectiva –de la misma manera en que el Gobierno nos busca embutir sus “logros”– no estaríamos tan tranquilos ni indiferentes.

No. Los únicos que tienen una noción precisa de aquellos hechos cruentos son quienes los sufrieron y vivieron para contarlo. Gente que vio destruido todo lo que conocía, que no volvió a ver a un ser querido o a toda su gente amada y que jamás recibió una respuesta ni acuse de recibo por su pérdida, porque, como se admitió en esta fallida petición de perdón, se estableció que el Gobierno no sólo desoyó, sino que colaboró por omisión y activamente con el crimen organizado.

Es por eso que no me extraña y respaldo que los deudos de aquella tragedia hayan negado el perdón que les solicita gente que ni siquiera sabe a cabalidad por qué lo está pidiendo.

Señala la nota de La Jornada: “Los agraviados advirtieron que no las aceptarán –estas disculpas– a menos que haya reparación del daño, dignificación de los ofendidos, acceso a la justicia, castigo a los culpables y garantías de que no se repetirá la peor masacre en la historia de Coahuila”.

Y como todo ello se antoja muy lejano en nuestra realidad, puesto que ni siquiera hay una versión única y convincente de lo acaecido aquel triste fin de semana de 2011, como ninguna de nuestras autoridades parece sentir pesadumbre ni real deseo de resarcir y prevenir, se vislumbra aún muy lejano un perdón para los hechos de Allende, Coahuila.

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