Autorretrato
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Nuestro colaborador nos comparte hoy la hoja de sala que hizo para la Primera Bienal de Autorretrato ‘Rubén Herrera’, que se exhibe en el Museo que lleva el nombre del pintor saltillense hasta el 30 de junio
"Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha , y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra.
El anterior es un autorretrato literario, nada menos que el del autor de los Entremeses y las Novelas Ejemplares, aunque cuando pensamos en autorretratos lo primero que acude a nuestra memoria son las artes visuales, especialmente la pintura. Recordamos entonces a Leonardo, a Durero, a Rembrandt, a Goya, a Van Gogh, a Frida Kahlo, a Leonor Fini, a Juan Soriano, a José Luis Cuevas y a muchos otros que han hecho de su rostro y de su propio cuerpo material un motivo no sólo de ejercicio plástico, sino también de reflexión y de escrutinio anímico, ontológico y psicológico.
Porque eso es el retrato: un trato que consiste en traer hacia un presente relativo algún momento de la vida. La palabra “retrato” es el participio del verbo latino “trahere”: arrastrar, tirar, jalar. Dicho “trato”, por lo demás tácito, se establece entre el artista, su modelo y, por supuesto, el tiempo. En el autorretrato, el modelo y el artista se conjugan en la misma persona.
¿En qué circunstancias nace este género del arte, particularmente en el de la pintura? No contamos en la Antigüedad ni en la Edad Media con esa abundancia de autorretratos que empieza a derramarse a partir del siglo XV: ¿por qué? En Egipto, en Grecia, en Roma encontramos retratos de personajes encumbrados, pero no autorretratos, salvo contadísimas excepciones, como la de Fidias.Las condiciones históricas y la posición que la figura del artista ocupaba en la sociedad no permitieron el extraño lujo de autorretratarse. Tampoco las condiciones tecnológicas. Se piensa, por un lado, que cuando en el Medioevo inicia la emergencia de la “clase burguesa”, cuando los artistas transitaron de un estamento a otro hasta ocupar una posición más alta que la del artesano y cuando se inventó el espejo, la abundancia de autorretratos no se hizo esperar.
Todo lo que envuelve a un artista y a su obra condicionan, en algunos sentidos, su existencia. La forma de gobierno en que se desarrollan su vida pública, su vida íntima, su identidad o la búsqueda de ella, la circunstancias históricas, sociales y económicas, las revoluciones políticas, tecnológicas e industriales, las ideologías, la mentalidad de una época, en fin, ese “zeitgeist” [espíritu de la época]: el reflejo de ese mundo sincrónico queda consignado, de algún modo, en el autorretrato, aunque lo que veamos pueda parecer una deconstrucción virtualmente incomprensible, como sucede ante muchas obras autorreferenciales de Picasso, de Francis Bacon e incluso de Eduardo Urculo.
Hay algo, sin embargo, que corre por debajo o por encima de la epidermis histórica, más acá o más allá de los hallazgos tecnológicos y la invención de nuevos materiales o soportes: la necesidad de auto-consignarse, y en ciertos casos, la obsesión de auto-afirmarse, de auto-erigirse en protagonista de una personal comedia humana, que se integrará, de inmediato, a la inmensa tragicomedia de la vida multiforme que la especie ha venido representando desde hace milenios.
Desde el primer autorretrato hasta el más reciente que cualquier artista haya realizado en cualquier parte del mundo lo que vemos no es sólo el registro de un rostro, o de un rostro y un cuerpo, sino algo cada vez más profundo. Vemos un pigmento que consigna los rasgos de un personaje que puede o no mirarnos frente a frente; luego vemos una personalidad individualizada que por la razón que sea se ofrece a nuestro escrutinio; enseguida, vemos una vida fija en algún momento de su historia y de la Historia; finalmente nos es dado contemplar una ilusión materializada en virtud, precisamente, de la materia: esa ilusión es el Tiempo.
Esta materia es doble: la que constituyen el pigmento, los instrumentos de trabajo del artista, el lienzo, el fresco o el papel; pero también la materia igualmente efímera de que está hecho el individuo que se autorretrata y la materia que lo rodea. La fugacidad adopta, por un instante que puede durar siglos, la ilusoria forma de la perennidad: Rubens, Velázquez, Parmagianino, Boticelli, Caravaggio se nos entregan en diversos momentos de su vida. Podemos observar su prestancia, su desafío, su declive, su deterioro, si algunos pudieron vivir lo suficiente para ello.
Porque un autorretrato, como cualquier otra obra de arte, es, al fin y al cabo, retrato del Tiempo. Por un instante contemplamos la expresionista amargura en el rostro de Miguel Ángel, pintado sobre la piel despellejada de un hombre en “El Juicio Final” de la Capilla Sixtina; el desplante de Vermeer de Delft al auto-representarse de espaldas en “El Pintor y su Modelo”; la neurótica necesidad de introspección en casi todos los retratos de Van Gogh; la vanidad y el reto de su diferencia en “Il Sodomo”; la decadencia y el desengaño en los últimos autorretratos de Rembrandt; la convulsa y fenomenológica autoflagelación en Bacon; el dolor y su mórbido exhibicionismo en Frida Kahlo; el desencanto posmoderno en Lucien Freud; la obsesión unamuniana por la permanencia en Cuevas, la angustia hedonista y suicida en Julio Galán; la glosa pormenorizada de un Yo escatológico en Nahum Zenil…
“Como en el retrato en general, la otra función básica [del autorretrato] es el miedo a la muerte, el imposible deseo de supervivencia eterna…”, escribe el catalán Carlos Cid Priego en su ensayo “Algunas reflexiones sobre el Autorretrato”.
Todo autorretrato es justamente eso: la confesión de un artista que, como el maestro Rubén Herrera, nos dice: “Aquí me tenéis”. Su “aquí” ya no es el nuestro, pero con un poco de imaginación, él regresa a nosotros –y nosotros vamos hacia él-, desafiando, como desventurados héroes mitológicos, la doble ilusión del Tiempo y el Espacio, dimensiones para nosotros inextricables. ¿Sufriremos el golpe del desengaño? No importa: al menos habremos entrado unos instantes en un espacio y en un tiempo que, gracias al arte, nos son devueltos momentáneamente.
Retrato: un pacto, un contrato hecho entre el artista y el Tiempo. El autorretrato no es otra cosa que un pacto similar al que Fausto hizo ante Mefistófeles. El modelo exclama: “¡Detente, instante, eres tan bello!”, pero ese instante se diluye en cuanto es nombrado. El artista pretende capturar el Tiempo sobre el lienzo, el papel, la tabla o el muro, y éste finge detenerse y adoptar formas corpóreas –la del retratado, por ejemplo-, pero siempre, siempre se trata de un pasajero y mero fingimiento. Permanece unos instantes ante la mirada del autor, ante la nuestra, y luego se va.
EVENTOS
Muestra Internacional de Cine
Edición 62 de la Cineteca Nacional
Fecha: del 12 al 24 de junio
Lugar: Sala Emilio Indio Fernández
Hora: 19:00 horas Mujeres en la Constitución
Conferencia magistral
Fecha: 13 de junio
Lugar: Museo de la Revolución
Hora: 13:00 horas