El Saltillo del Siglo 19
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Esperanza Dávila sotaAhora que se acerca la Semana Santa, recuerdo un precioso y raro libro dedicado al Santo Cristo de la Capilla de Saltillo, publicado en 1948 por Celedonio Mireles y Manuel Neira Barragán.
Mireles era tipógrafo afamado y pintor. Nacido en Saltillo en 1881, emigró posteriormente a Monterrey y allá estableció un taller de tipografía. Entre las muchas publicaciones artísticas que salieron de las prensas de su taller, se encuentra el mencionado libro, más bien un opúsculo, titulado “El Santo Cristo de la Capilla de Saltillo”, en el que Neira y Mireles volcaron su devoción y veneración sin cortapisas a nuestro Cristo, y al mismo tiempo narran algunas costumbres saltillenses de su época.
Neira Barragán nació en San Buenaventura en 1894. Radicado luego en Saltillo, hubo de abandonar sus estudios en el Ateneo a causa de la Revolución. Militó temporalmente en las fuerzas constitucionalistas y luego dirigió los Talleres Gráficos del Gobierno y el Periódico Oficial del Estado de Coahuila, y en 1925 se instaló en Monterrey. Poeta e historiador, publicó un buen número de libros en Monterrey, y muchos artículos en periódicos de Monclova, Torreón y Saltillo, y en la Revista Coahuilense de Historia. Era aficionado a la música, tocaba el violín, el piano y la guitarra.
El opúsculo del Santo Cristo cuenta la historia de la venerada imagen, menciona a las familias saltillense más devotas, describe la fiesta del 6 de agosto con sus preparativos, y de pasada cuenta cómo las gentes de los barrios de arriba o los de abajo, Guanajuato, Belén, el Andrajo, San Lorenzo, el Pueblo, etc., cuando iban al centro de la ciudad no dejaban de visitar al Señor de la Capilla. También reseña las fiestas del Santo Cristo del Ojo de Agua y sus cofradías.
Un capítulo, titulado “De aquellos tiempos”, está dedicado al barrio de Guanajuato, donde los autores vivieron su niñez y adolescencia. Ubicado en el sureste de la ciudad, el barrio abarcaba “desde la calle del Cerrito (hoy Bravo) al sur, hasta el Fortín, pasando por Altamira, la Casa Blanca, el arroyo de la Tórtola, camino a la fábrica de Arizpe, terminando al oriente con lo que era El Barreal y el Molino de Belén”. Allí vivía doña Carlota, una viejecita que todo el año lavaba ropa ajena en la acequia del molino para ganar dinero y montar suntuoso altar en su casa y ofrecer fiesta cada uno de los nueve días durante el novenario del Santo Cristo. Igual lo hacía la China Moya, quien ahorraba el producto de su trabajo y competía con doña Carlota en lo regio de las festividades.
Y no sólo para el 6 de agosto. Muchas familias de aquel tiempo levantaban altares en sus casas para el Viernes de Dolores, visitados principalmente por los vecinos del barrio, pero también por familias de toda la ciudad. Los autores del libro los describen así: “Altares que se adornaban con ramazones de oloroso cedro tapizadas con figuras de papel blanco picado; en las gradas del altar se ponían platones de cebada tierna con banderitas de oro volador, lamparitas de aceite con agua de color, macetas de inmaculadas flores de lis y rojas azucenas de Dolores; al pie del altar se extendía una típica alfombra saltillera a grandes cuadros verde y rojo, hecha de lana en los obrajes en donde se fabrican los famosos sarapes; y el ambiente saturado del perfume de incienso, que en espirales ascendía hasta donde estaba, al pie del Crucificado, la imagen Dolorosa de María, atravesado su pecho por siete puñales”. Y concluyen: “Esta manera de celebrar las fiestas religiosas en nuestro barrio de Guanajuato, son un reflejo del sentir de todo el pueblo. Así era Saltillo a fines del pasado siglo”.
De esas costumbres de cepa hispánica y tlaxcalteca, tan arraigadas a fines del Siglo 19 y principios del 20, en este tercer milenio no queda sino el recuerdo.