En el campo de Ocampo
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A don Melchor Ocampo lo recordamos principalmente por su famosa Epístola, una especie de carta moral que los oficiales del Registro Civil –“jueces” los llama la gente– solían leer –algunos la leen todavía– y las parejas deben escuchar en el momento de contraer matrimonio. En su Epístola, dice don Melchor que las mujeres deben obedecer a sus maridos. Como se ve, actualmente ese texto pertenece a la literatura de ficción.
Ocampo, sin embargo, con toda su parsimonia liberal, era hombre de muy diversas aficiones. Se dedicó, en medio de los arduos quehaceres que le imponía la República, a coleccionar paremios, esto es, dichos, refranes y sentencias populares. De entre sus obras he espigado algunos.
Como dueño de mi atole, lo menearé con mi dedo. Es decir: déjenme, yo sé lo que hago.
Buen arriero o mal arriero, tiende su cama primero. Significa que cualquiera, por bueno que sea, lo primero que busca es su propio interés.
Dicen que un buey voló... Pue’ que sí, pue’ que no. Nunca hay que aceptar ningún dicho ni negarlo, por disparatado que parezca, sin averiguar claramente su verdad.
Para nacer, morir, estornudar y calzonear, no se puede uno esperar. Ninguno de esos cuatro menesteres admite dilación, ni quien en ellos participa puede ponerles fecha u hora.
El gato que se ha quemado, al ver la ceniza corre. Es otra versión del refrán según el cual “El que con leche se quema hasta al jocoque le sopla”.
Canastos padres, chiquihuites hijos. Dice lo mismo que “De tal palo tal astilla” o “Hijo de tigre, pintito”. El chiquihuite era una especie de canastillo hecho de varas más o menos abiertas. Obviamente se usaba para llevar sólidos, no líquidos, que se derramarían. Allá por los años 20 del pasado siglo llegó a Saltillo un norteamericano, y sus traviesos amigos saltilleros le hicieron una broma: le enseñaron que si alguien le ofrecía una copa de vino o de licor, la fórmula de cortesía para agradecer el obsequio era decir: “No me gusta en chiquihuite”.
Como el cochino de San Roque: chillando y con la mazorca en el hocico. Se dice de alguien a quien nada contenta, o que se queja mientras goza de buena fortuna.
Entre Credo y Credo, piedras. Hace alusión este dicharacho a una antigua creencia según la cual si te amenazaba un perro bravo, una serpiente, o cualquiera otra alimaña peligrosa, podías salvarte del peligro rezando un Credo.
¡Qué feo se le ve a Chona! Este es dicho vulgar –reconoce Ocampo–, usado por jugadores cuando en el reparto de las cartas –o de las fichas del dominó– no les sale una buena mano.