La esperanza secuestrada
COMPARTIR
TEMAS
El día que fui a buscarla a su casa para platicar, me recibió encorvada.
Se agarraba el lado izquierdo del estómago y se quejaba, se quejaba.
Estaba muy flaca y tenía el rostro desencajado.
Nunca voy a olvidar la imagen aquella de esa mujer.
Su ánimo no era el mejor, pero tampoco estaba ofuscada.
“¿Quién es usted y qué quiere?”, me preguntó apenas crucé el umbral de la sala.
Le recordé que días antes le había yo llamado por teléfono para entrevistarla.
“Ah sí”, dijo, y que le daba pena, pero que no podía, que se sentía muy mal “mire cómo estoy”, tal vez iría al hospital.
Ella era una de las miles de abuelas con nietos desaparecidos.
Años atrás se habían llevado a su muchachita de 20 años y hacía poco que le habían entregado unos restos, si es que se puede llamar restos a un par de costillas, que había encontrado en un paraje solitario uno de los colectivos que se dedican a buscar desaparecidos y que supuestamente eran los despojos de la nieta.
A mí me había interesado sobremanera la historia y por eso venía a su casa de Monclova para que me la contara.
Me imaginé el sufrimiento de alguien a quién le dicen “aquí está su nieta” y le dan una bolsa con una costillas.
La abuela permanecía encorvada, agarrándose el estómago, profiriendo ayes de dolor.
Dijo que no le interesaba charlar conmigo, que para qué si como quiera nadie le hacía justicia.
Dijo que incluso estaba amenazada por el Gobierno y que ya estaba cansada y enferma de tanto caminar y caminar rogando por el esclarecimiento de la desaparición y asesinato de su nieta.
Me pareció que su dolor moral, emocional, del alma, era mayor.
Entonces pensé que así debía ser la vida de todas esas madres, esposas, abuelas, hermanas, hijas que tienen desaparecidos.
La imagen de una mujer desgastada, que de a poco se queda en los huesos, encorvada y con el estómago destrozado por los nervios y la desesperación.
Cuando vi a esta abuela de Monclova casi muerta por el dolor, no supe qué decir ni hacer y sentí mucha vergüenza.
Entonces recordé a las mujeres que han muerto en este país esperando encontrar a sus desaparecidos; o aguardando la justicia para estas víctimas de la guerra contra y entre narcotraficantes.
Al fin me despedí y dejé a aquella abuela en mitad de la sala, encorvada, agarrándose el vientre, secuestrada por el dolor, un profundo y grande dolor.