De recetas y recuerdos: La cocina de otoño en Saltillo y sus encantos tradicionales
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Ahora no sabemos si cocinar el pozole, las flautas, el pan de muerto o el pavo navideño. La mercadotecnia nos va robando las temporadas y también creando por vender a la par de las tiendas departamentales.
Éramos niños... El clima y las hojas de los árboles cambiaban de color, el viento soplaba un poco frío, empezaba a oscurecer a las 7:00 p.m y se antojaba llegar a casa y beber un chocolate caliente, cobijarse, descansar, quizá escribir una nota, ver una película, platicar.
Jugar con las hojas caídas a las comiditas, correr detrás del bote pateado porque ya no hacía este calor de 36 grados en otoño... Hasta eso hemos cambiado.
Éramos jóvenes y las tortillas de harina se abrían a los frascos de mermelada de chabacano y durazno para ponerles a la hora de la merienda. El champurrado de galleta y ese tamalito norteño al comal. No había mucho de dónde elegir pero eran las temporadas las que te iban dando la receta.
En estos tiempos donde ya los recuerdos y la evocación van pasando de moda y que todo se contará a través de la nube y no del corazón. Bienvenidos al otoño, al equinoccio, al portal donde los saltos se dan en señal de que ese naranja y amarillo nos promete que el sol volverá después de los días grises del invierno.
Por eso en agosto se hicieron las conservas, para abrirlas en navidad y quizá después, con la esperanza que la cosecha volverá. La comida es el calendario más preciso de cada región, lo que da y lo que nos comemos. Lo que al morderlo y saber seguro nos llevará a esa mesa con mantel de puntillo.
Salir entre las calles neblinosas de Saltillo, con la bufanda, sintiendo cerca la ventosa Alameda y buscando las gotas de la aurora, para llegar por un pan de pulque y llevarlo a casa.
El caldo de res con las manzanas que quedaron de la gran temporada; un membrillo ¿una fritadita para el domingo? ¡Sí, cómo no, si está haciendo frío! Un café hervido, sí, del “Ese”; no andemos de aspiracionistas. Ese que aromatiza toda la calle de Allende... y un pan de acero, nata de la Narro y dulce de leche que trajeron de “ancasa” de la tía Lupitina.
No sabemos si sacaremos el traje de baño para día de muertos, pidamos una comida por la app viendo reels, sin contemplar por ventana de cuacha y ladrillo de la curvas de Landín un atardecer del otoño con aromas canela, clavo, piloncillo, anís y una taza de chocolate “Oso” en leche bronca. Así mero, puro sabor norteño.
Un manojo de hojas de maíz donde Güelita se encargaría de llevar la plática familiar hasta el final de las embarradas de masa. Las Narro y Las Aguirre y las Valdez haciendo la salsa verde y seguro una de ellas conoció a la Rosita canija.
Tanto que nostalgiar en una ciudad que aún abraza y que aún sigue atesorando sus temporadas y costumbres. Las gorditas recalentadas que quedaron del desayuno, la dignidad de la tradición y un poema de Acuña, el canto de Piporro que sigue bajando por la calle de Bravo. Y esta estrofa que va muy bien con el sentimiento colectivo: “¡Que digan que estoy dormido mi Saltillo, lindo y querido y que me traigan aquí, si muero lejos de ti!”
Encuesta Vanguardia
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