El maestro Chuy no sólo ha sido fuente de inspiración, sino el azote y la guía de todos aquellos que, contra todo pronóstico y en este desierto travestido de zona industrial, decidieron cultivar la palabra escrita
- 15 diciembre 2024
Cuando Jesús de León entró al salón de clases, los presentes paramos por unos momentos la respiración. Parecía todo, menos el maestro. Vimos en su figura al padre ausente de ese Comala con labio leporino llamado Letras Españolas en la Universidad Autónoma de Coahuila; al vocalista de un fara fara que anda persiguiendo la chuleta de cantina en cantina con la cantaleta esa de “Eslabón por Eslabón”; el galán otoñal de un western mexa al puro estilo de los Hermanos Almada; un vato bragado y de armas tomar al que se le acabó la fiesta y andaba buscando dónde seguirla. No nos equivocamos, el profe Chuy de León era eso y más.
No era para menos: Chaleco de piel de avestruz color negro, camisa vaquera arremangada por si se armaban los ‘riatazos’; ajustado pantalón de mezclilla coronado con un cinto piteao’; botas vaqueras de piel de serpiente y, la texana negra que, como si se tratara de una misa, se quitaba al entrar al salón y colocaba, patas pa’ arriba, sobre el escritorio.
¿Y el acordeón, dónde se le perdió? Nos preguntamos sin pronunciar palabra. Finalmente, el pelao’ traía como as bajo la manga, una voz profunda, de primer actor de telenovela. Ernesto Alonso le hacía los mandados. La traía tan afilada que sus palabras salían como dardos envenenados que, nos dijo, iban a parar al corazón de los que entraron a la carrera a hacerse pendejos o como último recurso, nomás porque no quedaron en la escuela de su preferencia, o la utilizaban como requisito para entrar a la Universidad y luego dejar la carrera como novia de rancho para inscribirse en una que sí tuviera futuro. Jesús, al igual que Juanga, olía a los farsantes y actuaba en consecuencia.
El master odiaba la simulación, los de nuevo ingreso rogamos porque esa voz de Lalo Mora con resaca, nunca pronunciara nuestro nombre. Jesús, al contrario de su tocayo el crucificado, no predicaba el perdón y el amor al prójimo, no, su Biblia era distinta y en ese entonces creíamos que lo suyo, lo suyo, era cobrar venganza en nombre de la literatura. El maestro De Léon, decían por los pasillos, era la criba, el control de calidad, el cadenero de ese antro venido a menos, la mano que mece la cuna y además, arrancaba de raíz, la mala hierba. Si pasabas al segundo semestre no se trataba de un milagro, era porque Jesús había visto algo en ti y más valía que lo sacaras a relucir pronto o, como si se tratara de Jules Winnfield de Pulp Fiction, iba a aventar unos rezos blasfemos al aire antes de descargar toda su artillería en tu contra.
Su nombre venía precedido de una leyenda negra y como si se tratara de Mufasa, el del Rey León, cuando se pronunciaba su nombre en la escuela, a todos nos daba la temblorina. Jesus odiará que su nombre los esté ligando a una cinta animada de Disney y no a un clásico de la literatura hispanoamericana. ¡Mufasa!: “Mi mamá quiso que yo llevara ese nombre porque el papá de ella también se llamaba Jesús y, además, porque ése es un nombre recurrente entre mi parentela. Pero estoy seguro que nadie vio en el nombre que me impusieron ninguna carga simbólica en particular. A lo mejor pensaron en que fuera un nombre que sonara bien y que al mismo tiempo fuera fácil de recordar: Jesús de León, que como me dedico a la literatura resulta conveniente para mí. No es un nombre demasiado ordinario, como Juan Pérez, ni demasiado extravagante, como Elmer Mendoza, o como otros que hay por ahí, que dan la impresión de ser seudónimos, ocurrencias de último minuto frente a la pila bautismal. Ese nombre me funcionó también para mi actividad como maestro: ‘El profe Chuy de León’. No creo poder decir nada más de mi nombre, fuera del hecho evidente de que aparece en la portada de mis libros y en la letra pequeña del colofón de algunos volúmenes editados por mí en los distintos departamentos editoriales donde he trabajado. Porque yo no le rehúyo a la letra pequeña. Mi nombre también se ve muy claro ahí”.
¿Cuántos años tiene? La pregunta que todos nos hacíamos sobre ese vampiro que se aparecía de la nada cuando pronunciábamos en vano su nombre. Jesús, era la versión norteña de Carlos Monsiváis, con quien compartía el don de la ubicuidad. Era un alma en pena que, sin arrastrar cadenas, lo veías en todas partes al mismo tiempo: Jesús en un escritorio del Archivo Municipal editando una revista, Jesús dando una charla sobre historia regional en Casa Purcell, Jesús entregando sus columnas en el periódico Vanguardia, Jesús dando cátedra a su atolondrados y temerosos alumnos de Letras, Jesús dando un taller de cuento en la Secretaría de Cultura, Jesús entrando de incógnito a la Muestra de Cine para no toparse con la corrupta mafia cultural de Saltillo, Jesús buscando historias para la editorial que fundó con el nombre “La Terquedad”, Jesús bailando una norteñas de cartoncito en la cantina de su preferencia, Jesús con caguama en mano en un ‘after’, Jesús en los tacos más cercanos a la zona de tolerancia, Jesús amanecido y mentando madres a los poetas locales, Jesús crucificado por sus detractores, Jesús una leyenda que tiene colmillo pero nunca edad: “En estos casos tengo ganas de responder lo mismo que dijo Juan Gabriel: “Lo que se ve no se pregunta...” y menos a mi edad. Sólo Sara García se sentía a gusto saliendo de abuelita cuando tenía treinta años. Yo me conformaría con verme de treinta, aunque no saliera en ninguna película ni en anuncios de chocolate, por muy fotogénico que fuera. Me limitaré a decir que nací en 1953, y de ahí ustedes saquen sus cuentas. El año en que nací fue un año muy interesante y espero haber contribuido en volverlo más interesante todavía; si no, pues aquí me tienen todavía dando lata”.
Es curioso que haya sido un maestro normalista, esa especie tan odiada entre los alumnos de Letras, el que a punta de gritos y sombrerazos, nos contagiara el amor por la palabra escrita. Jesús no daba clases, Jesús cantaba y todo lo convertía en un corrido norteño. Antes de Chalino Sánchez, de Valentín Elizalde, de Peso Pluma, Jesús estaba dando cátedra al ritmo de un bajo sexto, haciendo sonar a Juan Rulfo, a Elena Garro, a José Gortostiza, a Juan José Arreola como si se tratara de los precursores del movimiento alterado, de los corridos tumbados y arremangados. Jesús, al igual que Daniel Sada, nos metió las letras a punta de octosílabos, como si cada texto se tratara de un requinto adolorido y bailable. Al salir de su clase solo pensabas en una cosa. Un caguamón bien helado: “Entré a estudiar a la Normal porque quería avanzar, porque pensé que la carrera era ir al trote y no al galope. Me metí en algo que de entrada parecía fácil, pero que se fue complicando y complicando, hasta que de plano no me pude mover, igual que un insecto atrapado en una telaraña. Si hablamos en términos rigurosamente oficiales (de vida laboral, digamos) fui maestro de primaria y luego de secundaria durante treinta años. Puedo presumir que tengo la medalla ‘Maestro Rafael Ramírez’ que está hecha de plata, a diferencia de la medalla ‘Maestro Altamirano’ que es de oro y que se la llevan aquellos que permanecen cincuenta años dando clases. Me jubilé, pero no escarmenté. Seguí dando clases en la Universidad Autónoma de Coahuila. Coordiné muchos talleres literarios. He dado algunas cátedras en universidades privadas y otros centros de estudio. He dictado no sé qué tantas conferencias. He sido maestro por mucho tiempo y ejerzo la docencia de muchas maneras, incluso por escrito: en ensayos literarios e historiográficos, que he publicado y recogido en algunos libros. De mi obra de creación aquí no hablo, porque eso es puro cuento (bueno, y un par de novelas)”.
La trayectoria del maestro se puede cacarear de muchas formas, pero como diría la canción de Arnulfo Jr., Chuy de León es de la calle y eso se notaba. El colmillo le arrastraba y las botas aterradas lo delataban. De los cuentos que le leíamos con voz trémula, de inmediato nos paraba, los rompía en nuestra presencia y nos pedía caminar la periferia a ras de suelo y parar la oreja. Ahí estaba el habla cotidiana, ahí estaban las historias, la vida que vale la pena contarse y no esas mamarrachadas con las que intentábamos ganarnos su merced: “La profesión es el camino sinuoso que he recorrido por varias décadas, con ampollas en los pies; la trayectoria es la parábola que trazó la bola de cañón que se disparó al principio de mis estudios y que he tratado de seguir con muchos trabajos, entre otras cosas para averiguar dónde cayó aquella bala de cañón, porque si cayó en La Angostura (donde por cierto también di clases) ya estuvo que voy a encontrar tres o cuatro balas de cañón diferentes, pero no la que busco. A lo que me refiero con esta metáfora es a que la trayectoria es el proyecto de vida o de trabajo (o de obra literaria) que planeamos realizar a largo plazo; en cambio, la profesión es el día a día, la jornada cotidiana. Así que ya se trate del trabajo cumplido en el aula o de las cuartillas acumuladas en el escritorio, en mi caso son mis pobres coyunturas las que ya me cantan el precio que tenido que pagar; así como mis cansados ojos, que si hablamos de costos en este caso, cuidar mis ojos me está costando un ojo de la cara”.
Un día hacer de la Escuela de Letras un papalote fue posible. Jesús se jubiló y la llama se fue extinguiendo. Que chiste tenía estudiar ahí si ya no corría la sangre y no se respiraba esa cosa tan volátil llamada pasión. Si de pronto nos quedamos huérfanos y ya no había a quien admirar y temer, temer y admirar. Pero Jesús, como leyenda de ultratumba, sigue gritándole y corrigiendo a sus hijos por toda la ciudad. Mientras alguien quiera publicar en la Villa de Santiago, ahí estará Chuy, un Jack Nicholson nixtamalizado, con el hacha en la mano: “La verdad, no he parado. Y quién sabe cuándo me vaya a detener. Es que no me dejan. ¿Dónde ejerzo? Pues voy a donde me llaman. Próximamente presentaré dos libros. Estoy invitado a dar un curso para un Círculo de Lectura. Me he echado a cuestas la tarea de rescatar algunos de mis textos, cosa que me va a servir para poner orden en el tiradero de papeles que tengo en mi estudio. Prefiero echar a la basura personalmente los manuscritos con textos que nunca terminé; porque, de lo contrario, corro el riesgo de que mi parentela o mis ex alumnos incurran en el impiadoso error de publicarlos. Como maestro que soy tengo por ahí garrapateadas muchas notas de clase, muchas cosas que escribí para poder dar mis cursos o mis conferencias y que no quiero que nadie, ni de broma, las confunda con mi obra seria, es decir la que escribí por diversión”.
Y aunque a Jesús le saca ronchas la palabra transmitir, a los que fuimos sus pupilos, nos tomó de la mano y nos llevó al panteón a llevarle flores a ciertos muertitos: Los leímos de cabo a rabo, nos los aprendimos de memoria, les practicamos la rigurosa autopsia y tratamos de entender cómo pegaron los ladrillos de majestuosas catedrales como “Muerte sin fin”. Luego les prendimos veladora y les rezamos con devoción. Y como si eso fuera poco, Jesús nos ponía a tratar de seguir sus pasos y no era para menos, nos temblaba la mano. Jesús hacía su entripado, nos aventaba los textos por la cabeza, luego nos conminaba a que nos fuéramos a la carretera, nos diera ride un trailero y luego de varios polvos y cristalazos, regresáramos con una historia interesante que contar: “La palabra transmitir es inadecuada en este caso. No es como si transmitieras un programa de radio o transmitieras electricidad a través de un cable. El proceso no es tan mecánico y sí es bastante subjetivo. Porque más que hablar de transmitir yo preferiría ampliar en los muchachos su capacidad para captar lo que está a su alrededor, quitarles esa especie de visera que les impone la costumbre y tratar de que vean más allá”.
De sus colegas admira una cosa que se le daba poco: La paciencia y así como los que pasamos por sus armas, jamás vamos a olvidar su nombre, él le rinde tributo a ese maestro que lo marcó profundamente al poner una novela canónica en sus manos: “De los maestros admiro su resistencia. Yo no me pasaría cincuenta años frente a un grupo de primaria o de secundaria por mucha medalla de oro que prometan. Para entonces yo ya estaría tan viejo y débil que lo más probable es que el peso de la medalla me asfixiara o que la emoción me provocara un infarto. Prefiero como buen atleta mexicano quedarme con la plata. Recuerdo al profesor Rafael López, mi maestro de técnica de la enseñanza en la Escuela Normal, él me regaló la primera edición de ‘Cien años de soledad’, que a su vez fue la primera gran novela que leí completa en mi vida”.
Si los androides sueñan con ovejas eléctricas, con qué sueña este maestro que marcó generaciones enteras y nos vendió la idea de que estábamos aprendiendo el mejor oficio del mundo, ese que te enseña a leer la vida y luego a inventar un mundo: Escribir. “Ésa es una pregunta típica para los jóvenes. Ellos pueden darse el lujo de soñar con el futuro. La gente de mi edad ya no sueña con el futuro, al menos que sea en pesadillas. Dos hombres más viejos que yo se atrevieron a opinar sobre el futuro. Uno de ellos fue Jorge Luis Borges, quien afirmaba que todo lo que sabemos del futuro es que será diferente. Por otro lado, el filósofo rumano Emil Ciorán nos recuerda que la muerte es lo único que nos asegura el futuro, la única certeza que nos reserva el porvenir. Entonces no le preguntes a alguien de mi edad cómo ve el futuro”.
Es raro preguntarle a Jesús qué ha aprendido de sus alumnos, sobre todo porque siempre se metía en giros negros donde sabía que jamás nos lo íbamos a topar. Si le gritabas en la calle, hacía como que no te escuchaba y apuraba el paso. Se le hinchaba el pecho de orgullo cuando lo llamábamos maestro, pero fuera del aula huía de los aduladores, su sueño húmedo jamás ha sido tener un grupo de fans, ni recibir honores, ni ser el mandamás de alguna dependencia cultural, menos ser un escritor a sueldo del gobernador en turno: “Te lo diría, pero me metería en problemas con la mamá de los alumnos. Y para que no pienses que me estoy refiriendo a cosas indecentes, agregaré que me gusta estar con gente joven porque me ayuda a refrescar mi visión, porque a veces me hacen preguntas interesantes y porque cuando algunos de ellos deciden dedicarse a la literatura, siento que de algún modo los kilos y kilos de papel que he leído y los otros tantos que he escrito no han sido en vano. Yo he dedicado mi vida a enseñar porque es una actividad que me robó el alma y el pensamiento. Cuando estoy dando clases me instalo en la esperanza, pero el problema es que cuando empiezo a calificar me entra una enorme decepción por el género humano. Así me he pasado la vida”.