Por sus manos pasó la primera generación de ingenieros metalúrgicos del Tec Saltillo. Un ingeniero que quiso ser ingeniero y se convirtió en maestro por casualidad, quien le apuesta a un futuro más consciente, más humano
- 15 diciembre 2024
Siempre quiso ser ingeniero. Porque en su natal Ciudad Ixtepec, en el Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca, esta profesión era la efigie del progreso, la modernidad y el sustento. Fue hace 70 años. La industria de la construcción y la extracción de petróleo estaban en su apogeo: puentes, carreteras, presas, altas torres de refinamiento. Incluso en la familia, ver teodolitos, distanciómetros, niveles, fue parte del paisaje cotidiano.
“Crecí viendo eso, y siempre me llamó la atención”, dice.
Estudió su primaria en la escuela Revolución, donde aprendió a calcular raíces cuadradas a mano y a memorizar las capitales del mundo. En aquellos momentos era habitual que los salones de clases tuvieran unos 50 alumnos. A veces más.
“A pesar de ser una escuela pública, los maestros tenían un nivel impresionante. Eran verdaderas enciclopedias y nos motivaban. Tenían ese toque de sensibilidad que es necesario en los educadores y que cada vez más vemos cómo se pierde”, recuerda.
Después, la secundaria y preparatoria las cursó en el Instituto Tecnológico de Juchitán, un homónimo del Instituto Tecnológico de Saltillo, pero más antiguo.
Pero por mucho progreso, por muchas ganas de trabajar, la realidad es que la educación media superior era lo máximo a lo que se podía aspirar en cuanto a preparación, en Ixtepec. Las opciones eran dos y solo esas: ponerse a trabajar así o migrar para estudiar en otra parte.
En 1971 sus padres, “con sacrificio”, lo enviaron a la Ciudad de México para estudiar Ingeniería Metalúrgica en la Escuela Superior de Ingeniería Química e Industrias Extractivas del IPN.
José Luis iba a la mitad de sus estudios cuando la docencia llegó sin avisar. En 1973, mientras aún estudiaba, comenzó a dar clases de física y química en secundarias públicas del entonces Distrito Federal.
“Ahí nació mi amor por la enseñanza”, dice con orgullo. En ese entonces su vida estaba llena de ecuaciones, diagramas y estudiantes inquietos.
Terminó la carrera en 1975. Ese año, el Instituto Tecnológico de Saltillo estaba por abrir la carrera de Ingeniería Metalúrgica. El proyecto entonces tenía unos 24 años y no contaba con la proyección de hoy en día. De hecho, solo existían en dos lugares del país que ofrecían el plan de estudios mencionado: el Politécnico y la UNAM.
El plan de reclutamiento del ITS se fijó en José Luis porque, además de tener los conocimientos académicos necesarios, ya tenía dos años de experiencia frente a grupo. Así que tras negociar que él pudiera seguir preparándose, aceptó la oferta y llegó a Saltillo en 1976.
La promesa se cumplió. Pudo continuar con su maestría y doctorado, este último en la Checoslovaquia que sería desintegrada en 1993.
Uno de los mayores orgullo de José Luis es que formó, junto con otros profesores, a la primera generación de ingenieros metalúrgicos de la capital coahuilense.
En aquellos primeros años, como la carrera era nueva, impartió varias materias: Fisicoquímica I, Fisicoquímica II, Metalurgia Física y Diagramas de Fase.
Hay quienes dicen que el amor y sus formas son un enigma. Tal vez sea cierto, porque en las palabras que dijimos recién, entre las asignaturas, se esconde lo que este maestro de 71 años llama “mi verdadera pasión”. La fisicoquímica. “La ciencia que explica el equilibrio del mundo”. Algo tan sencillo y complejo “que está presente en toda la naturaleza, desde el cosmos hasta nuestra vida diaria”.
Tendrían que haberlos visto. Los ojos de José Luis. Cuando menciona estas palabras se encienden como los de quien han visto los misterios de las cosas desnudarse frente a ellos. Y luego le viene esa sonrisa de científico inequívocamente poseído el espíritu de la curiosidad.
Este hombre es de esos maestros que transforma la teoría y las ecuaciones en aspectos cercanos. Analiza con sus alumnos por qué el azúcar se disuelve en el agua caliente cuando se prepara un café, cómo un foco encendido en una habitación emitirá calor hasta lograr un equilibrio térmico, cómo el aroma del perfume se esparce por el aire siendo más intenso en donde se roció y más y tenue en la distancia debido al movimiento de las moléculas, qué ocurre si una persona abre la puerta de un auto que viaja en línea recta a 100 kilómetros por hora, por qué ocurren los procesos de fundición de los metales a una temperatura y se vacían a otra.
“Es porque todo busca equilibrio”. Su aseveración tiene una indescifrable mezcla de calma y brío. “Ya existen muchas leyes, los descubrimientos de Newton, de Charles, que han superado la prueba del tiempo. Estudiar y ponerlas en práctica es como un homenaje”.
Pero antes de que esto se ponga muy técnico, José Luis revira sobre sí mismo. Dar clases, aunque parezca extraño, no se trata tanto sobre los conocimientos teóricos, sino sobre ayudar a que los alumnos, las personas, la juventud en particular, se desarrollen como individuos.
“La honestidad es fundamental. Estudiar requiere disciplina, ser honesto con uno mismo. No estudias por una calificación, no lo haces por el profesor, lo haces por ti”, sentencia.
El maestro tiene claro el reto de adaptarse siempre a las generaciones. No es lo mismo, dice, cómo le enseñaron a él, un niño en los 60 y joven en los 70, a darle clases a alguien que nació poco antes de la popularización del internet o a quienes tienen toda vida con las tecnologías digitales.
El maestro, explica, tiene la responsabilidad de ver más allá de los aspectos superficiales de las edades, entender los comportamientos, qué les interesa, qué no, qué los hace sufrir, qué los motiva. El reto no está en los buenos estudiantes, sino en los que son más distraídos o enfrentan algún problema.
Para José Luis, este vínculo personal que se crea entre el docente y el alumno es clave. Sin embargo, considera que hoy es más complicado que nunca porque el respeto al maestro se diluye.
“Antes se tenía al maestro como una persona digna de respeto. Pero eso se ha perdido por cuestiones que vienen desde el hogar. Sí enfrentamos una crisis de valores y de enseñanza en casa. Nosotros, como profesores, debemos esforzarnos por restablecer esa conexión”.
Cuando uno conversa con perfiles como el de José Luis, es inevitable preguntarle a qué figuras admira. Las respuestas nunca decepcionan. En instancias formales, a su profesor de quinto de primaria Pablo de los Santos, quien tanto le enseñó la raíz cuadrada como geografía, y le presentó los principios matemáticos de Arquímedes. En secundaria, Desiderio de Gyvés, quien era una enciclopedia de las matemáticas. Y por supuesto, el profesor Shejnoha, por quien decidió estudiar en Checoslovaquia: hombre impecable, con una tremenda facilidad para explicar de forma sencilla los áridos conceptos de la metalurgia física.
Pero siendo sincero, esa no es la respuesta que estaba esperando, sino esta. La admiración que le tiene a su esposa, Jana Petrzelová, doctora en psicología que en 2012 recibió la medalla “Dr. Mariano Narváez” al mérito académico por la Universidad Autónoma de Coahuila.
José Luis Serrano Toledo, el ingeniero que quiso ser ingeniero y se convirtió en maestro por casualidad, le apuesta a un futuro más consciente, más humano. “Que los alumnos entiendan por qué estamos aquí, no solo como individuos, sino como parte de una sociedad. Que se integren, que contribuyan al crecimiento del país”.
Lo que más valora como maestro es un simple “gracias”. Un agradecimiento sincero, que sale del alumno con la satisfacción de haber aprendido algo valioso. “Eso no tiene precio. Cuando alguien dice: ‘la clase estuvo muy buena’, ese es el mejor pago que puedo recibir”.