No buscó la docencia, pero cuando la encontró, no pudo dejarla. Tuvo clara su misión; sus profesores se lo inculcaron: la humanización y empatía con el paciente. Tras años de enfocarse en formar buenos alumnos, la vida le rindió justicia
- 15 noviembre 2024
“Hemos ganado calidad, pero hemos perdido calidez”. Al doctor Carlos Severo Ramos del Bosque le preocupa que la tecnología y la prisa rompen la empatía y el humanismo entre un médico y su paciente.
Tiene 79 años, de los cuales 53 se ha dedicado a la docencia. Primero fue médico general, luego docente y finalmente se tituló como médico internista.
Su enseñanza a los alumnos se resume en tres puntos: aprender medicina, tratar bien a los pacientes y nunca sobreexplotarlos económicamente.
Por experiencia, confirma que en 15 minutos no se da un diagnóstico certero ni se conecta con el paciente, algo clave para conocerlo y curarlo.
Ante la prontitud, el distanciamiento: el enfermo se convierte en un número más, en otro expediente.
Eso no ocurría en su infancia. Sus papás, originarios de los ejidos Santo Domingo y Las Encinas, Coahuila, siempre supieron a detalle quién era el doctor que los atendía.
Familia de raíces rurales, compuesta por ocho hijos, Carlos fue el primogénito. Nació en Saltillo, y una oportunidad laboral los mudó a Nueva Rosita, Coahuila.
Presume sus estudios en la que hoy se llama Secundaria Fortunato Gutiérrez Cruz. Uno de sus maestros, a quien admira profundamente, dejó una huella en él.
En la preparatoria cursó Ciencias Biológicas, y desde ahí se aclaró su vocación.
En su consultorio en Saltillo, ubicado en el Centro Médico San Antonio, en bulevar Nazario Ortiz Garza, hay un estante de madera lleno de libros.
“Me acaba de llegar uno nuevecito sobre Medicina Interna”, comparte el doctor Carlos con la emoción de un niño que espera abrir los regalos de Navidad.
Si se trata de actualizaciones y certificaciones, no para. Lo respaldan más de 10 diplomas en las paredes color lila, y cada cinco años presenta un examen que lo mantiene vigente.
En medio del estante de madera está su título de medicina por la entonces Universidad de Nuevo León. Desde los primeros semestres, tuvo claro que elegiría la Medicina Interna.
Lo cautivó la exigencia de la especialidad con conocimientos de 14 subespecialidades, como nefrología, gastroenterología, cardiología e infectología, esta última una de sus favoritas.
“Yo los veía como monstruos de la medicina”, dice sobre los maestros que lo inspiraron en la decisión de la especialidad: Ricardo Rangel, neurólogo; Bonifacio Aguilar, reumatólogo; y Rodrigo Barragán, pionero de la gastroenterología en Monterrey.
A pesar de la amplitud de la Medicina Interna, “es imposible saberlo todo”, reflexiona. Dar clases es una manera de seguir aprendiendo.
Cursando la especialidad en el Hospital 20 de Noviembre del ISSSTE en la Ciudad de México (1971-1975), uno de sus maestros le pidió un favor: sustituirlo durante una clase con un grupo de Medicina Interna, en la materia de gastroenterología, en la UNAM.
Fue la primera vez que se paró frente a un grupo de estudiantes como él. La invitación se replicó con ese docente y otros más que luego lo llamaron a formar parte de congresos. Tenía 27 años.
“Uno no es normalista, uno es médico. Si te gusta enseñar, hay que encontrar buenas formas didácticas”, asegura el doctor Carlos, quien estuvo solo como maestro adjunto de materia.
Tras su graduación como internista, colaboró en la creación del Colegio de Medicina Interna de México, en 1975. Ese año regresó a su ciudad natal.
Se instaló en la Clínica Saltillo, ubicada en Aldama y Xicoténcatl. Ahí ejerció 15 años, hasta su cierre en 1990. Desde entonces consulta en Nazario Ortiz.
El doctor Carlos se convirtió en el primer internista de Saltillo con título como tal. Había cinco médicos que, si bien no tomaron un curso académico de Medicina Interna, eran médicos generales muy buenos inclinados por dicha especialidad.
Como miembro del Colegio de Medicina Interna de México, el doctor Carlos formó la comitiva que les dio un reconocimiento como los primeros internistas en la ciudad: Felipe González, Juanito Gallart, Bernardo Dávila, Gustavo Morales y Hugo Castellanos.
Con antecedentes en la docencia, el director de la recién inaugurada Escuela de Medicina de la Universidad Autónoma de Coahuila, Juan Gallart, lo invitó a ser maestro de la primera generación. Su primera clase en la nombrada Facultad en 1984 fue el 1 de marzo de 1975.
El doctor también llegó a ser director y decano de la Facultad. En cuanto a materias impartidas, tres como base: infectología, microbiología clínica y propedéutica clínica.
Esta última es considerada por él como una de las más importantes por lo que enseña al alumno: la entrevista con el paciente.
Sus profesores le inculcaron cuidar al enfermo, atenderlo dignamente, tener empatía y compasión. “Pero se va perdiendo, te vuelves científico y técnico. Ese es el problema actual”, expone Ramos.
A su consultorio llegan pacientes que, entre quejas y decepción, cuentan historias de malos tratos y diagnósticos erróneos. Entre nombres, han saltado los de algunos médicos que fueron sus alumnos.
El doctor Ramos explica que en la docencia se desarrolla el ojo clínico para saber qué alumnos tienen vocación, quiénes lo harán bien, quiénes no, y quiénes más o menos.
Por él han pasado 45 generaciones. No sabe si ha tenido más pacientes o alumnos.
“Yo quisiera que esas generaciones, todos los alumnos, se llevaran un poquito de lo que les quise inculcar. Algunos sí responden, otros no”, explica.
Hace 25 años, el doctor Ramos contactó al cardiólogo Erasmo de la Peña Almaguer para invitarlo a dar una plática... y para que lo atendiera. Ante la sorpresa de Erasmo, accedió.
En octubre de este año, la Facultad de Medicina de la UAdeC celebró 50 años. Entre los festejos hubo conferencias en el Paraninfo del Ateneo Fuente. Como ponente, el doctor Carlos comentó al micrófono:
“Gracias al doctor Erasmo de la Peña, que vino a dar una plática. Gracias a él estoy aquí con ustedes”.
Cuando el doctor Erasmo subió al podio, dijo: “Yo soy buen médico gracias al doctor Ramos”. El cardiólogo fue su estudiante hace 35 años. Su ojo clínico no falla.
En tanto, sigue impartiendo su plática “El olvidado arte de curar”. Su misión está más vigente que nunca.