La mirada orgullosa del león

Vida
/ 7 enero 2016

La población de estos felinos ha ido menguando hasta quedarse en un 10% de los 250.000 ejemplares que había en el mundo hace un siglo

La alarma sobre el futuro de los leones africanos ha sonado con el fin de Cecil, el gran rey de las sabanas del parque Hwange (Zimbabue), abatido a flechazos y disparos por un dentista norteamericano que compró el derecho a matarlo para incorporarlo a su pabellón de trofeos cinegéticos. La noticia alertó a los naturalistas y hoy sabemos que, de los 250.000 ejemplares de estos felinos que había hace un siglo en África, quedan ahora un 10%. Se dice también que, dentro de 20 años, sobrevivirán la mitad y que habrán desaparecido por completo de toda África Occidental y una buena parte de la Oriental. Su futuro estará en las granjas dedicadas a lo que se conoce como “caza enlatada” y en los zoológicos. Pero no habrá leones libres.

Sus enemigos son los cazadores furtivos, la reducción vertiginosa de su hábitat natural y los aldeanos de lugares remotos del continente que necesitan proteger sus vidas del feroz felino. Curiosamente, la caza controlada de esta fiera ha sido una de las claves de su supervivencia, y varios países, especialmente Tanzania, han puesto en marcha medidas reguladoras, como la prohibición de matar ejemplares menores de seis años y sólo unas pocas hembras cada temporada. También, las pequeñas comunidades amenazadas por leones salvajes han “vendido” como trofeo a los cazadores occidentales a estos depredadores cuando se convertían en devoradores de hombres, destinando el dinero en beneficio de la propia comunidad, un sistema que décadas atrás se ha revelado como exitoso con los tigres de las reservas en India, cuando alguno de ellos se aficionaba a la carne humana y salía de caza. Y en fin, el fenómeno del turismo ha contribuido además a que los africanos salvaran la especie de la extinción completa. ¿Quién no pagaría, una vez en la vida, por ver tan bello animal en libertad?

Todos los que han conocido de cerca a los leones los han admirado. Isak Dinesen, en su inolvidable libro Lejos de África, escribía que “un león en las llanuras africanas se parece mucho más a los que se representan en los antiguos monumentos de piedra que a los que ves en los zoológicos”. Y en sentido muy parecido se han pronunciado en sus memorias varios míticos “cazadores blancos”, desde Frederick Selous a John Hunter: la mirada orgullosa de un león en libertad no se parece en nada a los ojos humillados del león enjaulado.

Quien ha dormido una noche en tienda de campaña en la sabana africana y escuchado el rugido del gran felino sabe que no hay emoción comparable ni quizás tan pavorosa en todo el reino natural. La escritora Elizabeth Marshall Thomas señala: “Cuando retumban los truenos, los leones contestan con rugidos. ¿Qué otra criatura puede responder a la creación empleando su propio lenguaje?”. La garganta del felino produce un sonido tan potente que, aun encontrándose a más de dos kilómetros de distancia, tienes la sensación de escucharlo, incluso al ronronear, justo al otro lado de la lona de tu tienda.

Cuando los europeos comenzaron a colonizar el oriente africano, a principios del pasado siglo, se inició lo que un cazador llamó “la era más grande de la caza en la historia del mundo”. Y empezó una suerte de exterminio de las especies cinegéticas del continente, en particular los llamados “cinco grandes trofeos”: león, leopardo, búfalo, elefante y rinoceronte. A los leones se les disparaba, incluso, desde los coches y una pareja de norteamericanos, en 1920, llegó a matar en un safari a 323 felinos, en una exhibición de lo que un cazador inglés denominó como “el hambre americana de gatillo”. Se fundó entonces en Nairobi la Asociación de Cazadores Profesionales, que estableció normas muy estrictas para la actividad cinegética: entre otras, la prohibición de usar armas de fuego desde vehículos motorizados. Por aquel entonces, la mayor parte de África Oriental era colonia de Gran Bretaña y el safari cinegético se convirtió en una de las mejores atracciones para las grandes fortunas, los escritores adinerados y las estrellas de Hollywood. La figura del “cazador blanco” alcanzó, gracias al cine y a las novelas, la categoría de un mito de carácter heroico. Y en todo el mundo cobraron fama figuras como Frederick Selous, Bror Blixen (marido de Isak Dinesen), Denys Finch Hatton, Philip Percival o John Hunter.

Todos ellos cazaron y admiraron a los leones, indiscutibles soberanos de las sabanas. Selous, que mató en su vida más de 30 ejemplares, decía de este felino: “Posee dos requisitos esenciales de la felicidad terrenal: buen apetito y ningún escrúpulo”. John Hunter, por su parte, escribió: “Hay pocas cosas en la naturaleza más terribles que la visión de un león cargando. Desde el mismo momento en que arranca, avanza hacia ti a una velocidad de más de 20 kilómetros por hora. Cuando la carga se acerca, hay que apoyar el rifle de inmediato sobre el hombro y disparar con rapidez contra la forma parda que parece moverse con la velocidad de un torpedo. Si tu disparo acierta, a menudo el león da un salto en el aire para caer a una docena de metros de ti. Si el hombre falla, será afortunado si tiene tiempo para hacer un segundo disparo antes de que el león esté ya sobre él, con las mandíbulas abiertas y los colmillos preparados”. Phil Percival, que mataba los leones disparándoles desde su caballo –la forma más arriesgada de la caza del felino– y que fue el guía de Hemingway en dos safaris, se retiró a Bristol, en Inglaterra, los últimos años de su vida y se instaló en una casa cercana al zoológico para escuchar los rugidos de los grandes felinos durante la noche.

Aquella época, con su aliento épico-lírico tan delicadamente retratado por Isak Dinesen, concluyó con las independencias africanas. Sobre todo en Kenia, cuyo Gobierno prohibió la caza en 1977, lo que ha supuesto desde entonces una enorme recuperación de la fauna y un gran negocio de turismo. No obstante, en las zonas remotas de África, los leones no son vistos con tanta admiración, sobre todo cuando salen de las zonas acotadas (no hay vallas en la mayoría de los parques y reservas) y se comen a la gente. Así sucedió, por ejemplo, en la aldea tanzana de Ngolongo, vecina del parque de Serengueti, en donde un león mató a más de 40 personas entre los años 2003 y 2004, hasta que fue abatido por dos cazadores. Nadie lo llamaba nombres parecidos al cariñoso Cecil, sino Osama, quizás por Bin Laden. Y como manda la tradición africana, su muerte fue anunciada por tambores y su cadáver quemado, para que el demonio que llevaba dentro no mudara a otro león vivo.

El león no fue derrotado por Hércules, ni siquiera cuando mató al de Nemea, siglos antes de Cristo. Y adorna nuestras banderas y escudos patrios, figura como apellido humano, nombra ciudades y regiones, ha bautizado reyes y papas, protagonizado libros y prestado su rostro altivo a Walt Disney. Es el gran compañero, terrible e inseparable, del hombre. Y representa todo lo que de valor y de pavor propone la naturaleza. Lo añoraremos cuando ya solamente nos mire con ojos humillados desde una jaula o desde el otro lado de una verja.

Por Javier Reverte / El País

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