Raúl Vera, el encubridor (II)

Politicón
/ 26 agosto 2017
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Vayamos al grano pronto: los delitos sexuales –todos, sin excepción– son abominables. Y lo son porque implican obligar a un ser humano a satisfacer los deseos de otro en contra de su voluntad o tomando ventaja de su ingenuidad.

Pero si los delitos sexuales son abominables por regla general, lo son en forma extrema los cometidos en contra de niños. Difícil encontrar un atenuante –como no sea la locura– para justificar la conducta de un adulto al momento de aprovechar su posición y hacer objeto de sus instintos a un niño, a una niña, en cuya percepción del mundo no existe aún el sexo.

Haga usted un esfuerzo de imaginación: intente colocarse en los zapatos de un padre, de una madre, a quien un día cualquiera su hijo, su hija, le confiesa haber sido objeto de tocamientos, o haber sostenido relaciones sexuales con un adulto, tras haberle convencido aquél de la inocuidad de tal acto. No le ponga nombre, no le ponga rostro al adulto. Imagínelo sólo así: como un individuo adulto, consciente de su posición de superioridad frente al infante.

Ahora intente formular un argumento para justificar esa conducta. Intente articular una frase en la cual se contengan razones por las cuales usted, sea o no familiar de este menor hipotético, le conozca o no, debería disculpar al adulto, ignorar su conducta o considerar sus actos un hecho al cual no debe prestársele mayor importancia.

Ahora imagínese a sí mismo en el papel de amigo de confianza de la familia del menor abusado ante quién los padres, confundidos, dolidos, desconcertados, acuden en busca de consejo y, además de confiarle el amargo episodio, le dicen saber quién o quiénes fueron los perpetradores.

¿Cuál sería su recomendación? ¿Cuál su consejo para esta familia por cuyo sufrimiento usted jamás desearía pasar? ¿Cómo les ayudaría a encontrar paz, buscar justicia y sanar la herida causada por el ultraje cometido contra su descendiente?

Permítame aquí ser aún más específico para aproximarnos al lugar a donde quiero ir. ¿Recomendaría usted a estos padres no denunciar al perpetrador? ¿Intentaría convencerles de la inutilidad de llevar ante la justicia a quien atacó a su hijo? ¿Consideraría justo dejar en la impunidad un acto de esta naturaleza?

Y, en caso de responder afirmativamente a cualquiera de las preguntas anteriores, ¿ésa es la conducta a la cual usted se suscribiría si la víctima fuera su hijo, su hija, o un miembro cercano de su familia?

Personalmente encuentro imposible articular argumento alguno para justificar el abuso sexual de un ser humano. Pero escapa a cualquier posibilidad de comprensión el abuso cometido en contra de un niño y por ello no podría, bajo ninguna circunstancia, ayudar a un pederasta a gozar de impunidad.
En este sentido, me resulta absolutamente condenable la conducta de quienes, al amparo de cualquier ideología, de cualquier concepción del arreglo social, de cualquier confesión religiosa, protegen en cualquier grado a quienes debieran ser investigados como presuntos responsables de pederastia.

Esta es la razón por la cual me he referido en múltiples ocasiones a la abominable conducta observada por el obispo de la Diócesis de Saltillo, Raúl Vera López, en relación con los presuntos casos de pederastia a cuyo conocimiento tuvimos acceso todos porque él mismo los denuncio el 19 de enero de 2014.

Los acólitos de monseñor –para quienes Vera es un individuo perfecto– afectados como él de maniqueísmo, no pueden encontrar sino turbias razones para mis textos. Acaso sean incapaces de explicar la realidad sólo a partir de la perversión, porque en su propia naturaleza no existe sino la perversión.

La razón de mis críticas, sin embargo, es muy simple: si una persona –cualquier persona– sabe de la comisión de un delito y conoce la identidad de los responsables, su obligación es colaborar con las autoridades para permitir a éstas investigar y, eventualmente, castigar la conducta.

Y si el delito es –como ocurre en el caso– particularmente abominable, la obligación es aún mayor, porque el abuso sexual en contra de un menor de edad constituye una conducta cuya naturaleza agravia de manera particular a la sociedad y no puede, no debe quedar impune.

Y si quien conoce del delito y la identidad de los presuntos responsables forma parte del grupo en quienes –al menos en teoría– recae la defensa de los valores morales de la sociedad, entonces el compromiso es absolutamente ineludible. Y eludirlo debe tener como consecuencia el señalamiento intransigente de tal conducta y su calificación como un acto deleznable.

O, ¿acaso existe alguna regla por la cual el “señor Vera” deba ser considerado un individuo de excepción, a quien no puede reprochársele el encubrimiento de los presuntos sacerdotes pederastas a quienes tuvo bajo su supervisión?

Personalmente no encuentro razón para ello y por eso sostengo el señalamiento y no transigiré en ello: el obispo de Saltillo es un encubridor de presuntos perpetradores de abominables delitos cometidos contra niños.

(Esta historia, por supuesto, no ha concluido)
¡Feliz fin de semana!

@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx

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