Muchos sueños rotos 50 años después del Concilio Vaticano II
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En las declaraciones "Dignitatis humanae" y "Nostra aetate", se pronuncia por primera vez a favor de la libertad religiosa y del diálogo con otras religiones.
Roma, Italia.- Cuando Angelo Roncalli fue elegido papa en 1958, estaba ya viejo y enfermo. Pero el que se creía iba a ser un "papa de transición", supuestamente débil, convocó un concilio destinado a reformar la Iglesia católica y sobre cuya herencia se discute hasta hoy.
Más pompa resultaba imposible: Como un emperador entra el papa sobre su silla gestatoria en la Basílica de San Pedro del Vaticano. Pero en medio de la ceremonia, Juan XXIII hace parar la procesión, baja del trono y continúa el camino a pie. Un gesto de humildad, con el que el papa inició hace 50 años, el 11 de octubre de 1962, el Concilio Vaticano II. Un cambio de era para muchos.
La Iglesia se había presentado durante siglos de manera triunfalista y absolutista. Ahora, el objetivo era regresar a sus orígenes, a los del predicador peregrino Jesús de Nazareth. ¿Pero qué ha quedado de ese nuevo comienzo, del que se cumple ahora medio siglo?
No mucho, opinan los críticos, que acusan a la curia, el poderoso aparato administrativo de la Iglesia en Roma, de haber frenado sistemáticamente las reformas propuestas por el concilio.
Las fuerzas antireformistas citan a su vez para ello los textos conciliares, pues en pro de la paz en la Iglesia la mayoría de la asamblea de obispos, dispuesta a abrazar los nuevos tiempos, tuvo gran consideración frente a la minoría conservadora. Muchas disposiciones contemplan por ello formulaciones orientadas al pasado.
Pero no sólo la letra es decisiva, opinan hoy muchos teólogos, sino el espíritu del concilio. Y este había sido llamado "aggiornamento", "actualización", por Juan Pablo XXIII. La Iglesia hace las paces con la modernidad, contra la que había luchado durante tanto tiempo y de manera tan agitada.
En las declaraciones "Dignitatis humanae" y "Nostra aetate", se pronuncia por primera vez a favor de la libertad religiosa y del diálogo con otras religiones, como el islam.
En definitiva, la fe bíblica en que el hombre ha sido creado a imagen de Dios había dado pie al concepto de la dignidad humana y la libertad de conciencia. Pero la Iglesia combatió durante mucho tiempo justo estos derechos universales, hasta que finalmente llegó a la conclusión de que los ideales de la Ilustración son espíritu de su propio espíritu.
La Iglesia también redefinió su relación con el judaísmo. Durante siglos, "los judíos" fueron difamados como asesinos de Jesucristo. No es hasta después de la catástrofe de Auschwitz, tras el asesinato de millones de judíos por parte de los nazis, que la Iglesia cambia de opinión y pasa a contemplarlos como los hermanos mayores de los cristianos. La fe de Israel se mantiene como raíz de la fe cristiana.
En el decreto "Unitatis redintegratio", el concilio se pronuncia por primera vez a favor del ecumenismo, del diálogo respetuoso con las Iglesias protestante y ortodoxa. Además, se adoptan algunos de los cambios introducidos por las Iglesias evangélicas a raíz de la reforma de Martín Lutero, tales como los oficios religiosos en el idioma nacional en lugar de en latín, el refuerzo del papel de los laicos y el análisis crítico-histórico de la Biblia.
Con los acuerdos conciliares, la Iglesia católica deja de contemplarse a sí misma como una organización clerical superior a la historia destinada a la salvación de las almas, para entenderse como una comunidad de fieles, el pueblo peregrino de dios. Se ve como la "Iglesia en el tiempo de hoy" en lugar de como un baluarte sagrado contra el mal del mundo.
La constitución pastoral "Gaudium et spes" trata también cuestiones políticas, desde el armamento nuclear hasta el orden económico mundial.
El teólogo Otto Hermann Pesch recuerda que el concilio llamó al diálogo político, y añade: "Este diálogo sólo puede ser creíble si al mismo tiempo se cuida también el diálogo intraeclesial". Pero eso falta hasta ahora, se lamenta Pesch en la revista alemana "Publik-Forum", crítica con Roma.
También muchos otros expertos constatan de manera crítica que pese a que la Iglesia se ha abierto en muchos aspectos hacia afuera, lo ha hecho poco hacia adentro. Numerosos sueños de obispos reformistas se han roto. La nueva relación entre sacerdotes y laicos se quedó a menudo sólo en un deseo. También se echan de menos por ejemplo un refuerzo del papel de la mujer en la Iglesia y nuevos acentos en la moral sexual.
El concilio, que sesionó con interrupciones de 1962 a 1965, subrayó la colegialidad de los obispos como sucesores de los apóstoles. Pero el centralismo romano, suspendido durante aquellos años, fue restaurado de nuevo después con toda su fuerza.
 Un papa que baja del trono y se pone a la altura de los demás obispos no lo ha vuelto a haber después de Juan XXIII.