Nada en la vida es absoluto. He pasado las últimas dos semanas hablando del teatro y del performance que se oponen a la lógica de consumo de lo que hoy, gracias al término acuñado por Zygmunt Bauman, llamamos vida líquida; sin embargo, es claro que existen también dentro del arte aquellas manifestaciones que van asimilando – con todas las buenas intenciones, quisiera pensar – la lógica de consumo en sus prácticas. Es claro que un artista necesita comer, necesita ganar dignamente, eso que ni qué, pero es complicado navegar la delgada línea entre vender tu arte y VENDER tu arte.
Con vender con mayúsculas, me refiero a ese momento en el que el consumo comienza a guiar la motivación del artista, más allá del querer expresar un punto de vista. No existe medida para eso, pero todos en el fondo sabemos que ese límite existe. Al final, cada quien decide qué es lo que hace con sus creaciones, pero me parece que este otro lado del espectro, el del arte consumida como cualquier otro producto, abre también algunas cuestiones a ser consideradas.
El mes pasado, Luisa Estrada publicó en el periódico La Nación de Argentina una nota sobre una nueva modalidad en la venta de arte: la venta de performances. No, lo que se vende no es una presentación privada del artista, ni el registro audiovisual o fotográfico de la misma. Se trata de una venta del concepto, junto con una serie de instrucciones para reproducir la acción propuesta.
Si el coleccionista accede a comprar y el artista a vender, esto no debería molestar a nadie, pero sí plantea una nueva serie de condiciones que tendrán que ser determinadas: ¿La obra puede ser modificada por el nuevo dueño?, ¿puede el artista reproducir su creación o tiene ahora que pedir permiso al comprador?, ¿estamos seguros de que es buena idea vender el control creativo de una obra a otros?, ¿la obra sigue siendo fiel a sí misma si no se presenta bajo las mismas circunstancias? En algunos casos los artistas ponen condicionantes referentes a la propiedad compartida y a la modificación de la obra, pero ¿quién vigila que esto se cumpla? Aún en formas más ortodoxas de arte, la defensa de la propiedad intelectual siempre es un reto.
Cuando transité al campo de la dramaturgia, aprendí lo que significa legarle a alguien más la posibilidad de actualizar y finalizar la semilla del arte que has plantado. Nunca es fácil, nunca se tiene el control absoluto y a veces se siente como dar en adopción a otro ser. Hay que tener cuidado a quién se lo confías y quizás un pago monetario no siempre sea el mejor o el más importante de los criterios.
La lógica de consumo siempre tratará de absorber todo aquello que se le escapa. Las artes vivas han planteado desde siempre un frente en contra, uno muy resbaladizo pero que, a pesar de todo, parece que comienza a ser acorralado. Alex Oxenford, uno de los principales coleccionistas de performances en la actualidad expresa: “He querido hacer una performance que había comprado... pero el artista se opuso porque creía que el contexto era banal, que él no había concebido la obra para ser realizada en una fiesta sino en un espacio más curado. Mi coleccionismo es para apoyar la escena, por eso decidí priorizar mi relación con el artista y darle lugar a su opinión. Sin embargo, ahí hay algo interesante: qué es lo que compras, hasta dónde es tuya”. Efectivamente, he ahí algo interesante pues, ¿qué pasará cuando nos topemos con consumidores que no prioricen su relación con el artista? Porque en la lógica de consumo, el cliente siempre tiene la razón.
Ofrecer instrucciones para reproducir acciones escénicas y performáticas no me parece una idea que vaya fuera de la línea de las artes vivas y especialmente del arte relacional que cada vez se vuelve más interesante como método para implicar más al espectador en el concepto de la obra. Los recursos son los mismos en las propuestas que van contra o a favor de la lógica de consumo. Lo que no me deja del todo tranquila, es que la puerta de acceso a estas nuevas dinámicas sea el pagar altas cantidades de dinero en una subasta.