Coahuila: el ambiente ‘descompuesto’

Politicón
/ 13 enero 2017

Tras confirmarse ayer la desafortunada noticia de que el sacerdote Joaquín Hernández Sifuentes, integrante de la Diócesis de Saltillo y quien se encontraba en calidad de desaparecido desde hace poco más de una semana, fue asesinado, el obispo Raúl Vera López afirmó que tal hecho es producto del “ambiente descompuesto” en el cual vivimos.

No le falta razón al prelado para plantear la realidad en esos términos, pues el asesinato de una sola persona es suficiente para hacer notar que algo no está funcionando bien en nuestra sociedad, dado que se recurre a la violencia para resolver un diferendo o para eliminar un obstáculo que se interpone en la búsqueda de un determinado resultado.

No se puede ponderar de forma particular la muerte de una persona debido a su condición de pastor religioso o cualquier otra, pero tampoco se puede minimizar un hecho puntual: quien comete homicidio es, en esencia, una persona cuyos resortes morales no funcionan o lo hacen de una forma demasiado laxa. Y si en alguna circunstancia cabría esperar que tales resortes operaran, es justamente frente a un individuo que representa una figura de carácter espiritual.

Y cuando hechos como éste ocurren, todos debemos preguntarnos qué es lo que ha fallado, qué es lo que está fallando en los cimientos sobre los cuales hemos construido nuestra comunidad.

Pero antes de intentar responder a tales interrogantes vale la pena atreverse a dejar claro hacia dónde no debe apuntarse, es decir, hacernos cargo de que no es posible cargar la totalidad de la culpa a determinadas instituciones de forma exclusiva, entre ellas las responsables de garantizar la seguridad pública.

Frente a hechos como éstos, debemos hacernos cargo de que el problema que se encuentra detrás no es solamente una actuación inadecuada o laxa de las autoridades, porque no es posible esperar que los cuerpos policiales garanticen la integridad de cada persona en todo momento y lugar.

Cuando un ser humano le quita la vida a otro, y particularmente cuando la víctima es representante de un culto religioso, el hecho constituye un indicador de cómo las instituciones sociales responsables de crear, consolidar y mantener los resortes morales individuales han fallado en su cometido.

Y en ese diagnóstico hay que incluir a todas las instituciones: tanto las públicas como las privadas e incluso a la principal institución social que es la familia.

Todos los asesinatos deben hacernos reflexionar, deben convocarnos a la indignación y deben ser igualmente condenados, sin ambigüedades, por todos los integrantes de la comunidad. El homicidio de un sacerdote debe invitarnos a reflexionar con un mayor grado de profundidad, porque podría ser indicativo de que nuestros problemas son más profundos de lo que hemos creído.

Vivimos, en efecto, en una realidad “descompuesta”, pero se trata de una descomposición a cuya existencia se contribuye desde casi cualquier espacio de la colectividad. Valdrá la pena que reflexionemos seriamente sobre ello si queremos en realidad revertir tal circunstancia.

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