Con la Iglesia hemos topado... nuevamente

Politicón
/ 27 octubre 2016
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Con cierta periodicidad vuelven a surgir los dimes y diretes entre la Iglesia y el Estado en México. Ahora el enfrentamiento es por el asunto del matrimonio igualitario. No resulta ocioso, por lo tanto, recordar que esos diretes y esos dimes no son, obviamente, nada nuevo. Para hacerlo es necesario volver a los primeros años del pasado siglo.

El Padre Bernardo Bergoend, sacerdote jesuita, francés de nacimiento, fundó en México la ACJM, Asociación Católica de la Juventud Mexicana. Gallarda historia fue siempre la de esta agrupación, muchos de cuyos integrantes dieron la vida por su fe.

Bergoend nació en Annecy, Alta Saboya, en 1861. A los 28 años de edad ingresó en la Compañía de Jesús. Fue enviado a España y de ahí vino a México en calidad de maestro. Por algún tiempo enseñó en varios colegios jesuitas, pero en 1907, hallándose en Guadalajara, sintió preocupación por las injusticias que sufría la clase trabajadora. Con permiso de sus superiores organizó en esa ciudad unos ejercicios espirituales para obreros. En el curso de esas pláticas el joven ignaciano habló más de la cuestión social que de asuntos espirituales. Terminó su último sermón con esta frase: “... La elevación de ustedes, obreros mexicanos, debe ser ante todo obra de ustedes mismos...”.

Con esa acción empezó el trabajo del jesuita francés en México. Ayudó a la fundación de un “Partido Católico Mexicano”, y propició la creación de Cajas de Ahorro tanto en las ciudades como el campo. Tenía decidida vocación social el Padre Bergoend.

Por ese tiempo a muchos prelados les inquietaba la actitud de Monseñor Filippi, Delegado del Papa en México. En forma casi secreta Filippi había llegado con el Gobierno a una especie de concordato, para lograr el cual hizo una tremenda concesión: cuando una sede episcopal quedara vacante, el Gobierno propondría al Papa una terna para que de ella saliera el nuevo Obispo. “... La consecuencia de esto -pensaron con alarma algunos jerarcas- será la formación de un ‘episcopado gubernamental’ comprometido a acatar los caprichos de los enemigos del catolicismo...”.

Fue monseñor Filippi quien bendijo el monumento a Cristo Rey erigido en lo alto del Cerro del Cubilete, en Guanajuato. Cuando se hallaba en la estación del ferrocarril en León, esperando el tren que debía llevarlo de regreso a la Ciudad de México, recibió un telegrama en el cual se le comunicaba que el Gobierno de la República había decretado su expulsión. A pesar de estar en buenos términos con las autoridades, el acto de bendecir la imagen de Cristo Rey fue considerado una provocación de la jerarquía católica. El Gobierno reaccionó ordenando la inmediata salida de Filippi.

Al día siguiente algunos sacerdotes manifestaron públicamente su indignación por el súbito destierro del prelado. Pero monseñor Emeterio Valverde y Téllez, obispo de León, los hizo llamar y les pidió silencio. Les dijo:

-La determinación del Gobierno de arrojar del país a monseñor Filippi es el primer milagro que nos hace Cristo Rey desde su monumento nacional.

En efecto, don Emeterio estaba convencido de que los acuerdos del Delegado papal con el Gobierno lesionaban en forma grave el interés de la Iglesia en México. La misma idea tenía el Padre Bergoend. Él juzgaba que la política del Vaticano iba en contradicción con la situación que guardaban en México las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

-Los asuntos de México -solía decir a sus discípulos- deben arreglarse a la mexicana.

Por desgracia ese “arreglo a la mexicana” consistió en la famosa Guerra de Cristeros, uno de los más cruentos –e inútiles- episodios en nuestra historia reciente.

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