La tacita de la Gente
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La legalidad no llegó de la autoridad mexicana. Viene de otras naciones a donde llegó el hedor del desaseo moreirista
Como en cualquier casa, hay en la mía entre los enseres de cocina, diversas tazas sueltas que no hacen juego con otras ni son parte de una vajilla. Está, por ejemplo, la taza que nos obsequiaron llena de chocolates en Navidad, la que nos mercamos en aquel viaje, la que nos regaló la persona especial, la taza de VANGUARDIA, la del concierto memorable, la que está fea y despostillada pero por alguna razón (quizás por su peso y tamaño) es nuestra favorita, etcétera.
Yo conservo desde hace varios años una taza con la horrenda carota del profesor Humberto Moreira. Es una taza de sus primeros años como Gobernador de Coahuila, una de las muchas que “El Profe” obsequiaba a sus colegas de aquel gremio magisterial que todo le celebraba y en cuyos hombros se alzó Humberto hasta el trono de su delirante y nefasto imperio político.
Guardé dicha taza donde nadie la viera (hubiera sido muy bochornoso tener que explicar esta posesión), lejos de las tazas en que habitualmente bebo mi té mañanero o el café del almuerzo, pues de ninguna manera estaba destinada a acompañarme en mis rutinas. Mas la guardé con la esperanza de usarla un día.
Me juré que el día que Humberto Moreira fuera detenido, echaría unos hielos en ella, vertería un generoso chorro de whiskey (aunque fuese del barato que acostumbro) y brindaría por la justicia.
La vida es generosa, pues me acaba de dar ese placer, uno por el que aguardé diez años, una década ni más ni menos, para que se materializara, y no siempre convencido de que ocurriría. Hubo momentos en que en serio perdí la fe, como cuando un segundo Moreira asumió la Gubernatura, o cuando el PRI regresó a la Presidencia. Aun así conservé la taza, símbolo de mi frágil esperanza de que un día mis verdes ojazos verían un tenue atisbo de justicia.
Así que esperé, y esperé y esperé. Se sucedieron los inviernos y las primaveras. Ya ni soy el mismo luego de diez años. Ya vi fallecer en este lapso a mis dos amigos más cercanos, ya dejé de ser el columnista más joven de la plana, ya perdí la mayor parte de mi otrora espesa cabellera.
Pero está por fin, preso y bajo cargos bien fundados, ese pájaro de cuenta llamado Humberto, alias “Beto”, alias “El Profe”, alias “El Hijo del Pueblo”.
El ansiado gesto de legalidad no llegó por supuesto de ninguna autoridad estatal, ni siquiera mexicana. Viene de otras naciones hasta donde llegó el hedor estercolero del desaseo moreirista, cocinado justo en esta bella y extensa comarca llamada Coahuila.
Mi regocijo por la debacle de Humberto no es personal. Ni siquiera lo conozco, creo que sólo lo vi una vez en mi vida y fue de lejecitos. Tampoco obedece a ninguna afiliación partidista. No milito con el pinche PAN, ni con la izquierda jodida.
Mi aborrecimiento hacia Humberto es puro, diáfano, franco, legítimo, sin reveses, responsable, civil, eminentemente ciudadano. Es el repudio que como persona honesta me provoca cualquiera que sin el menor escrúpulo explota la credulidad, la inocencia, la simpleza, la bondad, la ignorancia, la necesidad, los sentimientos y la pendejez del pueblo para enriquecerse.
Con un don natural para tocar los botones que excitan a las muchedumbres, Humberto encontró la receta instantánea para el ascenso rápido, receta que parece gratuita pero es, a la larga, costosísima.
Hace diez años, cuando Humberto logró la candidatura de su partido para la Gubernatura, caí en un episodio de profunda amargura. ¡Cómo era posible que alguien con suficientes méritos desde entonces para ser encarcelado, se encaminara, sin la menor oposición, como siguiente Gobernador de mi Estado (un Estado por el que alguna vez sentí orgullo)! La vida me estaba enseñando una dura lección de realidad: Mentira que al final el bien se impone y el crimen se castiga; si no hacemos nada, si lo permitimos, el mal prevalece y se instaura como régimen.
Humberto Moreira es responsable directo de la ruina financiera y de la miseria moral en que está hundido Coahuila (llamarlo amigo es gravemente irresponsable y cómplice). Pero hace diez años, al inicio de su delirante carnaval sexenal, pocos advertíamos el peligro que un individuo así entrañaba.
La gente estaba feliz porque las facturas se firmaban sin siquiera voltear a verlas y muchos, muchos, pero muchísimos que ahorita no tienen el valor de asomar la cara se beneficiaron. Unos con migajas, otros a manos llenas (y cosa curiosa, son los que recibieron apenas mendrugos los que están más agradecidos y alzan la voz en defensa de su roedor redentor; los que se llevaron a raudales no dicen ni miau).
Cualquiera con el mínimo de sentido común en la sangre podía anticipar que al final de aquella orgía la cuenta sería sencillamente impagable, pero en el paroxismo de la fiesta a nadie le importaba.
El Estado fue devastado, por un pernicioso huracán de corrupción, pero si la pérdida económica es lamentable, no se compara con lo que perdimos los coahuilenses en estatura moral. Auspiciada por este padrino de la corrupción, mucha gente que navegaba por la vida en las cómodas aguas de la mediocridad llegó a cometer atrocidades indecibles. Y pasarán muchos años para que la inmensurable “megadeuda” sea manejable, pero se necesitarán generaciones para que los coahuilenses volvamos a asimilar las lecciones más elementales de decencia y honradez.
Por eso y otras muchas cosas celebro en esa tacita “De la Gente”, marca ominosa de un sexenio infame. Brindo por la aprehensión de ese cerebro criminal que por desgracia será a la postre, el saltillense, el coahuilense más ilustre y por el que el mundo habrá de ubicarnos en el mapa.
¡Salud, profe! Hágase y háganos un favor quedándose para siempre en el bote y por favor, no olvide cantar y dar los nombres de todos y cada uno de sus cómplices. ¡Otra vez, salud!.
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