La historia de dos hombres que mataron más de 100 mil perros
Tomás y Martín, tienen uno de los peores oficios del mundo, dormir a los perros de la ciudad, que nadie quiere
Por: Jesús Peña
Fotos: Roberto Armocida
Edición: Kowanin Silva
Diseño: Édgar de la Garza
Tomás hunde la aguja hasta el fondo del corazón como si nada, como si tal cosa. Sin hacer gestos, sin desviar la vista, sin pizca de compasión ni rastro de tristeza.
Es natural, Tomás lleva ya 17 años en este oficio y dice que le gusta, que su trabajo le gusta.
El trabajo de Tomás no es un trabajo convencional: no es como batir barro para hacer ladrillos o fundir fierro para fabricar los contrapesos de los tractores.
Tomás Rivas trabaja, desde hace 17 años, en la Unidad de Control Canino Municipal, el matadero a donde van a dar los perros vagabundos de la ciudad, esos que la gente ya no quiera y los echa a la calle; o esos que los ciudadanos entregan voluntariamente porque están malos o porque ya no pueden con ellos y los mandan al matadero.
Una forma sencilla y sin culpa de deshacerse de su mascota, pienso.
Tomás hunde la aguja toda hasta adentro del corazón y mientras lo miro, pienso ¿qué habrá detrás de ese señor chaparrito, 59 años, delgado, moreno, de pelo entrecano, bigotito y rostro inexpresivo?
Ignoro hasta qué punto su facha encaje con el estereotipo de un asesino serial de perros.
Cuando me platicaron de él lo creí un hombretón corpulento, cara de pocos amigos, manazas y ojos como puñalada.
La verdad es que a simple vista Tomás parece un tipo como tantos y hasta inofensivo, despistado, que no mata una mosca.
Cuántos perros habrá matado Tomás en 17 años. Eso ni él lo sabe. Es más creo que ni lo ha pensado.
“No pos imagínese, ya ni cuentas llevo”, dice y se ríe con una risa que no sé cómo explicar.
Después, ya en la redacción del periódico, malicioso como soy, me pongo a echar números con una calculadora:
En Control Canino Municipal se sacrifican unos 120 canes vagabundos por semana; el año tiene, aproximadamente, 52 semanas, 52 semanas por 120 perros, hace un total de seis mil 240 perros muertos en un año; por 17, que son los años que ha trabajado Tomás exterminando perros: da como resultado 106 mil 080 víctimas.
Puesto así parece una cifra fría, sin sentido, ni significado, pero viéndolo bien son 106 mil 080 historias de mascotas que antes tuvieron dueño, un hogar, una familia y que ahora no son ni polvo, apenas una estadística.
El cálculo es, desde luego, conservador, porque según Francisco Rivas, el médico veterinario responsable de Control Canino, hay semanas en que se llegan a matar hasta 150 animales, entre capturas y entregas voluntarias. 150 vidas.
Es miércoles por la mañana en el matadero, día de sacrificio.
En el matadero matan lunes, miércoles y viernes.
Sobre el suelo de cemento hay tirados varios perros de distintos colores y tamaños, un criollo acá, otro criollo allá, un pitbull acá, otro pitbull allá.
Un pitbull. La raza que últimamente ha llenado las jaulas de este centro de exterminio, dados los recientes ataques a niños, producto del descuido de los dueños de las mascotas y de los padres de los niños.
No sé por qué, de pronto me figuro a los dueños de los pitbull callejeros diciendo algo como esto.
“Uy no vaya morder a los niños, mejor échalo a la calle, sácalo, que se lo lleve la perrera”.
En la perrera Tomás va repartiendo muerte con su aguja hipodérmica, la muerte en forma de inyección letal.
Qué sentirá Tomás de la muerte, qué pensará de ella que cada tercer día, uno sí y otro no, viene de visita al matadero de perros municipal, me pregunto mientras lo miro yendo de un lado a otro con su jeringa conteniendo la muerte en estado líquido.
“No, esa pregunta que usté me hace es muy difícil de responder”.
- ¿Por qué?
- Es que es muy canijo hablar de la muerte oiga.
- ¿La muerte es amiga de usted?
- No.
- ¿Le tiene miedo entonces?
- No, no le tenemos miedo a la muerte, pero no hay que invocarla tampoco.
Dice Tomás.
Ahora veo a Tomás echando los cadáveres de 13 perros en unos tambos amarillos de plástico.
Hoy es el día que pasan los de la empresa de recolección de residuos biológico-infecciosos y se los llevarán para incinerarlos.
Me aterra pensar en Max y en Lucas, mis lindos french, reducidos a cenizas.
Otra mañana, mientras vacunaba contra la rabia y desparasitaba a las mascotas que paseaban con sus amos en la Ruta Recreativa, Tomás me dijo que le gustaría morir dormido, como los perros que él sacrifica en el matadero,
“Ya no despertar”, dijo.
Recuerdo que ese día le pregunté a Tomás qué sentía de venir a la Ruta Recreativa a vacunar y desparasitar animales, que si creía que era como una forma de compensar en algo las muertes de tantos perros callejeros, me dijo que no.
“No pos no siento nada, es un trabajo nada más, un servicio que se le está dando a la gente”.
Alguien me contó que lo más difícil del sacrificio es la mirada del perro: cuando el perro se te quede viendo de una manera muy triste.
Un mediodía en las oficinas del matadero, Tomás me dirá que por eso él prefiere no mirarlos, me imagino que para evitar sentimentalismos, y sólo hacer su trabajo.
“Si los miráramos llevaríamos todavía esa imagen de cómo te veía el pobre perro. Es una mirada muy triste. No verlos, agarrarlos e inyectarlos, no ver”, me dijo Tomás.
-¿Recuerda a uno en especial?
-No.
Tomás es callado, habla bajito, sonríe poco y le gustan poco los perros.
A su mujer no le gustan.
“No, a mí no me gustan los perros ni los gatos, aquí en casa no. Soy de rancho, pero no me gustan los perros”, me dijo la mujer de Tomás un atardecer que los visité en su casa de la calle Francisco Naranjo, en la colonia Guayulera.
Cuando Tomás abrió la puerta vi en el patio un labrador y una criolla, los perros del hermano gemelo de Tomás.
-¿Y usted los tolera?, le pregunté.
-Aunque no los tolere, ahí los tiene él. Ya le he dicho que no los quiero, pero no los saca. ‘Ni de comer les das’, le digo. Los tiene ái. Si no los cuidas dalos o me los llevo, pos pa qué los tienes ái’, pero no quiere hacer caso. A veces andan aí los perros a ver qué encuentran de comer.
Dijo Tomás.
Más tarde Tomás confesará que no es que no le gusten los canes, lo que pasa es que el tiempo, el espacio.
“Uno trabaja todo el día y pos pa ponerles atención…”.
Me niego a creer rotundamente que a Tomás le encante su trabajo, que disfrute matar perros callejeros, él dice que siente feo.
“Pos sí siento feo, pero los problemas los trae la gente que tiene sus perros y que no los cuida. Uno no es el asesino, el asesino son los dueños, por no tener a los perros como debe de ser. El que debe de cuidar a sus animales es el dueño, no aventarlos a la calle. Cuando están chiquitos sí, ya están grandes y…”, dice Tomás.
Como quiera que sea pienso que no me veo, ni por error, dándoles matarile a Max y a Lucas, el par de tiernos french poodles que tengo en la terraza de mi casa.
Me imagino que hace falta tener hígado para eso y yo no lo tengo.
“No podría. Soy corazón de pollo. No puedo. Me sentiría culpable toda mi vida”, dice Brenda Martínez, miembro del Consejo Estatal de Protección Animal en Coahuila Ceproac, algo así como la contra parte de Control Canino, que rescata perros del matadero condenados a muerte y los pone en adopción.
“Se esterilizan, se bañan, se vacunan. Se traen a la Ruta Recreativa para buscarles una familia“, dice Brenda.
Es domingo en la mañana en la Ruta Recreativa y Branda y sus compañeros tratan de convencer a las familias que se acercan a su estand, de llevarse unos de los 11 cachorro, cruza de chihuahua, que alguien llevó al matadero y ellos rescataron.
“Si ellos no salen ahora, los duermen mañana”, dicen a todo el que llega.
De los más de 100 perros que llegan a Control Canino semanalmente para ser sacrificados, salen sólo entre cinco y 10 para adopción.
“Es sacar a los perros para dales una segunda oportunidad. Llegas a Control Canino y todos brincan en la jaula y todos te están hablado así como que ‘aquí estoy’ y no poderlos salvar es muy depresivo”, dice Cynthia Hernández, la directora del proyecto Control Canino y subdirectora de Ceproac.
No sé si Tomás sienta la misma empatía por los perros. Tomás nunca ha tenido uno, ni cuando niño, que vivía con sus viejos, lo tuvo.
-¿Ni un gatito siquiera tuvo?
-No.
Dice Tomás.
Tomás tenía ocho años cuando empezó a trabajar en una ladrillera, batiendo barro para hacer ladrillos.
A los 14 entró en una fundición donde fabricaba los contrapesos para los tractores.
Había desertado del segundo año de la carrera de comercio en la Academia Coahuila, porque su papá ya no pudo darle estudio.
Tomás soñaba con ser un gran contador.
-¿Qué piensa de su trabajo?, no es como hacer ladrillos o fundir fierro, ¿está de acuerdo?
-Sí es diferente, pero es un trabajo, es mi trabajo.
Quiero saber de Tomás.
Que me cuente a que jugaba de niño, si tuvo suerte con las mujeres, si alguna vez lloró.
Tomás dice que de nene le gustaba jugar a los carritos con los carritos de madera que le hacía su padre, su padre era carpintero.
Tomás ha tenido tres mujeres y seis hijos con ellas.
Y lloró el día que se murió su madre.
La víspera ella le había pedido pa un litro de leche y él le dio.
Me platica Tomás un mediodía que me da raite en su camioneta. En la radio sonando Gerardo Reyes.
Un día, por azares del destino, Tomás terminó trabajando en un Centro de Salud que estaba en la calzada Madero y en el cual había un consultorio y cinco jaulas donde se resguardaba a los perros que mordían y eran sospechosos de rabia.
Tomás y un compañero que se llama Martín Hernández, eran los encargados de ir a recoger a los chuchos agresivos en un viejo safari que ya no existe; limpiaban las jaulas, echaban de comer a los perros y cuando los peros rabiosos fallecían, les extraían el cerebro con un cuchillo especial, lo metóan en un frasquito y lo llevaban en el safari a un laboratorio de patología animal que estaba cerca del rastro municipal, para que lo analizaran.
Cuando aquel Centro de Salud ya no se dio abasto para recibir a tantos perros bravos, las autoridades crearon el Antirrábico, finales de los ochentas, y Tomás y Martín fueron remitidos allá.
Había 60 jaulas.
Martín y Tomás recogían los canes feroces de los domicilios, les echaban de comer, lavaban las jaulas con botes porque en ese tiempo no había manguera, vacunaban a las mascotas y sacrificaban a los chuchos que la gente dejaba “olvidadas” en el Antirrábico, después que transcurrían los 10 días de observación hecha por el médico veterinario.
Por esos días el sacrificio se hacía con estricnina, un polvo blanco que, disuelto en agua e inyectado a los canes cerca del corazón, provoca convulsiones que pueden durar entre media hora y una hora, mientras que llega la muerte.
Como en ese tiempo no existía Control Canino, Martín y Tomás preparaban bocados de carne molida, o cebo, con estricnina, que una cuadrilla de hombres contratados, ex profeso, por la Secretaría de Salud, iban regando por las calles de toda la ciudad.
Más tarde los cadáveres de los perros callejeros eran levantados por el camión de la basura.
De eso hace ya más de 30 años, o sea que Tomás ha eliminado más perros de los que cree, de los que calculé en un principio y ahí sí que se enredan las cuentas.
En 2000 se creó la Unidad de Control Canino Municipal, el matadero de perros de la ciudad, que entonces era dos cuartos de block grandes, que hacían las veces de jaulas comunales, protegidos solamente con malla ciclónica.
Tomás y Martín fueron a trabajar allá.
Salían a las calles a capturar perros vagos con un ahorcaperros, un tubo largo con un lazo con el que sujeta al can por la garganta; realizaban los sacrificios y enterraban los despojos debajo de capas de cal y tierra, dentro de una fosa, como del tamaño de un cuarto grandísimo, que había en el basurero municipal.
Prohibido el uso de la estricnina para el exterminio de perros, vino la electrocución con un aparato cuadrado provisto de cables e interruptor, parecido al regulador de una computadora, después siguió la inyección letal, el llamado sacrificio humanitario.
“Son tres momentos los del sacrificio: uno es el tranquilizante, que con ese quedan dormidos; el segundo momento es el de pentobarbital, que queda en anestesia general; y el tercer momento es el de las sales. Somos los malos del cuento. Todo mundo te grita y te sientes mal porque sabes que no lo estás haciendo por gusto. Lo estás haciendo por trabajo. Se tiene que hacer para controlar la población de perro callejero. La gente dice ‘no ya no lo quiero, tíralo, sácalo. Está embarazada, sácala’”,
Dice Francisco Rivas, el médico veterinario responsable de Control Canino, frente a una jaula donde hay una pitbull con sus cachorritos que los capturadores encontraron en la calle,
“Los cachorritos van para adopción y estoy pensado que la madre tiene buen carácter…”.
-¿Le pone triste esto de matar perros?
-Sobre todo cuando son cachorros o cuando son perros muy nobles, muy mansos que se te quedan viendo. Los vas a inyectar, voltean y se te quedan viendo.
Otra mañana en el matadero municipal Tomás me enseña el cable con el que tantas veces ejecutó perros callejeros, ya no, y me explica cómo funciona:
Se humedecía el perro en una fosa llena de agua que había ahí, se colocaban las terminales, unas pincitas, sobre el espinazo o el hocico y las corvas del perro, apachurrabas el interruptor, como prender un foco, y pum: 110 voltios, 30 segundos. El perro estaba muerto.
Tomás lo resume así, sin tanta palabrería: se ponen los cables al perro, se prende y ya.
Tomás ya no lleva cuentas de cuántos chuchos ha matado.
A las 9:00 de la mañana de un miércoles, un coro de ladridos me reciben desde adentro de la casa con portón y palmera hasta el cielo.
Cuando escucho aquellos ladridos pienso que a lo mejor me equivoqué de dirección, pero no.
Es la casa de Martín Hernández, hombre que trabajó 36 años en los perros, el señor que trabajó en los perros, me dijo una vecina de su barrio cuando anduve preguntando por Martín, que me perdí.
Al fondo del patio de la casa de Martín, calle Porfirio Cadena, colonia Nuevo Amanecer, hay dos bóxer grandes, una frecnh, una chihuahua y una gata.
Apenas me ven entrar, los bóxer, que están encerrados como en un corral, detrás de una tarima, saltan y aúllan de emoción.
Las mascotas de Martín.
“Nomás la familia que tengo son los perros”, dice y me cuenta la historia de sus mascotas: los perros son regalados, se los dieron desde cachorritos; la gata es rescatada del matadero donde él trabajó
“Todos tienen nombre: la Chiquita, el Bruno, la Lesly, la Pulgas. La gata se llama Pancha Francisca”, me los presenta.
Se ve que los quiere.
A Martín le gustan los animales.
“Aquí está la prueba”, dice.
Rosa Martha Sandoval, la esposa de Martín, también animalista, dirá que si tuviera un terreno más grande, tendría una perrera.
En los días que estaré con él, Martín jamás me dirá que él fue mataperros.
Noto que es una herida que le duele.
-¿Mato perros?
-Pos casi no, nunca.
-¿Nunca?
-No, yo casi no... No me gustaba mucho a mí.
-¿Ni una vez en 36 años?
-No, no me gustaba. Una o dos veces, pero no me gustó. Tenía que hacerlo, qué más, pobres animalitos, como quiera es duro. Pero casi no. No me gustaba el ambiente ahí. Me gustaba más andar en la calle, en la captura de los perros, me gustaba más andar lazando, que estar en las jaulas. A veces nos tocaban peros muy bravos.
-¿Qué clase de perros eran?
-No pos peros corrientes o que la gente ya no quería porque tenían moquillo o parvovirus.
-¿Lo mordieron?
-Sí, dos veces, en las colonias.
-¿Y aun así le gustaba su trabajo?
-Me gustó mucho mi trabajo. Estoy muy orgulloso de mi trabajo.
En otro lugar, en otro tiempo Claudia Vega López, la presidenta de Macy Huellitas Tristes, miembro de Abogados de los Animales y participante en el proyecto Mi Mascota de Ramos Arizpe, me dirá de Martín:
“Les decía ‘a ver chiquito, a ver chiquito’. Siempre les habló con amor. Me dolió mucho cuando se fue. Era el único que les hablaba con mucho amor a los perros. Ahí no hay quién les diga como él. Tiene una experiencia muy grande capturara perros, de que no sufran tanto, de que no se estresen”.
Claudia fue una de las voluntarias animalistas más asiduas del centro de exterminio.
“Les dábamos cariño y amor a los perros, los que podíamos rescatar los rescatábamos. Nos acelerábamos, sentíamos el dolor, nos desesperábamos de ver tanta injusticia, que llegaban los ciudadanos con una camada de perros, venía la mamá, el papá y ocho cachorros: ‘ah es que ya me cayeron gordos, vengo a dejarlos pa que los mate’, así les llegaron a decir a los muchachos. Nosotros no podíamos hacer nada, éramos voluntarios no teníamos voz ni voto”.
Martín, 60 años, es alto, morocho, canoso, ni gordo ni flaco, lampiño, la boca sin varios dientes, lo sé porque Martín está sonriendo siempre, va con chancletas, playera y pantalón de mezclilla.
Martín me está contando de un perro pastor alemán que cuidaba las chivas de su abuelo, allá en el campo de General Cepeda.
Alguien se regaló a Martín cuando apenas era un cachorro de un mes y medio de nacido.
Martín tenía entonces seis años y ya iba a sembrar maíz y frijol a la parcela de su abuelo.
No fue a la escuela, por falta de dinero.
“Se podían andar las chivas solas y nunca se las comía el coyote, porque el perro era muy inteligente. Empezaba a llover y el perro regresaba a las chivas, las metía al corral el perro. Perros muy nobles”.
Murió de viejito, como a los 15 ó 20 años. Martín le lloró, “se encariña uno con los animalitos”, dice.
-¿Y por qué hay tanto callejero?
-El perro no tiene la culpa de andar en la calle, no tiene la culpa, sino los humanos que los tenemos y no los cuidamos. Un perro es como un humano, nada más le falta que hable. Tiene que comer, bañarse, vacunarse, lo que la gente no hace. Mejor los avienta a la calle y creo que no es lo correcto. Si tú tienes un perro, pos cuídalo en tu casa, dale de comer, atiéndelo, lávale, haz lo que tienes que hacer.
Martín recuerda que cuando trabajaba en Control Canino Municipal, llegó a capturar hasta 40 perros vagabundos en una mañana, la perrera llena.
La gente de los barrios bravos le gritaban de cosas, le tiraban de peñascazos, le rayaban el disco.
“’Viejo quién sabe qué. Así se van a morir ustedes’, me decían y yo ‘pos ni modo ya me tocaría, a mí me mandan, meta a su perro y se acabó’. La gente nunca entiende, los trae todos sarnosos, todos horribles.
No puede andar en la calle un animal de esos”.
Rosa Martha Sandoval, la mujer de Martín, me contará otra tarde, que el trabajo de su marido fue a veces motivo de bromas pesadas y reproches por parte, incluso, de sus familiares.
“Una cuñada le dice ‘ay don Martín, ¿y qué les hacen?’, dice él ‘no pos los sacrificamos’, y ella ‘ay, qué malo. Cuando se muera va a sacar chica lenguota’, y le dice Martín ‘pos qué quiere, es mi trabajo, yo no quisiera matarlos, pero…’”.
-Martín… ¿y usted qué pensaba de su trabajo?
-No pos se acostumbra la gente.
Martín había iniciado su servicio en el gobierno como sepulturero del panteón Santiago.
Recuerda que le gustaba quedare a dormir dentro de una tumba, en la Rotonda de los Hombres Ilustres.
Tenía entonces14 años.
“No asusta nadie, los que asustan son los vivos, porque ya el que se muere no sale de la tumba, entonces nadie va a asustar ahí”, dice.
A Martín le tocó recibir la pedacería humana, cuando el trenazo acaecido en Saltillo en 1972.
“Era horrible. Muchos sin brazos, sin piernas, sin cabeza, la mitad del cuerpo. Todo el tiradero ahí de gente, así, en el patio. Era impresionante. Se tuvo que hacer una zanja larga, grande y ahí los aventaban”.
Luego Martín fue a trabajar en los camiones de la basura, recogiendo la basura de la ciudad, después al Centro de Salud Madero, al Antirrábico y finalmente a Control Canino, el matadero, de donde se jubiló hace apenas dos años.
Almorzando gorditas con salsa en una fonda de la calle Otilio González, Martín se emociona contándome sus hazañas de chofer y capturador de perros.
De la vez que tardaron como dos meses en atrapar a una perra callejera que, nomás al ver la perrera, se echaba a correr y no lo alcanzaban, hasta que un día la pescaron.
“Los perros son muy inteligentes”, dice Martín.
-¿Qué hace ahora?
-Con mi esposa, paseándome.
Mi última tarde en su casa, Martín me dice que es duro para él y su mujer mantener a cuatro perros y una gata.
El alimento está muy caro y es cansado bañarlos, limpiarles a cada rato…
“Me decía él ‘vamos a donarlos, los llevamos a alguna…’, le digo ‘no, primero te vas tú que ellos’, dice Rosa, la mujer de Martín y mi visita termina con una carcajada.
LAS ETAPAS DE LA MUERTE
1. La muerte. Primero le inyectan al perro un tranquilizante, luego una anestesia general, y finalmente una inyección de sales.
2. Verifican. Antes de meterlos en estos tambos, revisan signos vitales para asegurar su muerte.
3. Los almacenan. Ya cuando están muertos, los almacenan en unos tambos para que el camión de los residuos
se los lleve a incinerar.
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