¡¡Maestros!!
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Jamás pude con el álgebra. ¿A quién he de culpar?
No habiendo reglas que así lo indiquen, en el prólogo o agradecimientos de un libro, el autor hace referencia entre otras cosas, a quienes le ayudaron a completar su trabajo. Invariablemente, cuando este hace el recuento de las personas que se enfrascaron en su proyecto, menciona que los aciertos pueden ser atribuidos a aquellos que le auxiliaron, pero que los yerros serán siempre obra de su propia autoría. En la obvia metáfora de una vida, igual nos pasa con la gente que de alguna u otra forma, han estado ahí mientras acomodamos los ladrillos que tarde o temprano terminaran por construir algo.
Aunque algo recuerdo de algunos de ellos, quienes me impartieron clases alrededor de las matemáticas han quedado relegados del feliz anecdotario del agradecimiento, quizás no por ser un cínico malagradecido, sino por el mecanismo de defensa que con suma habilidad nuestra mente levanta para borrar del consciente aquello que nos representa el fracaso o la incapacidad.
Y aunque en otras actividades el chango viejo tampoco podía aprender mucho, la naturaleza del porqué estaba ahí lo hace menos humillante: Mientras Carlos Estrada se frustraba porque no aprendía yo cómo pegar un buen golpe de tennis, para mí no solo se trataba de ser un mejor tenista, sino de ser un aficionado deportista más completo, una persona más integral, en lo que Carlos si me aportaba.
Regresando hasta la infancia y abarcando toda clase de campos del conocimiento o la vida, los recuerdos de quienes influenciaron mis días desde la docencia se agolpan en rápida sucesión: desde mi primera memoria del jardín de niños dónde la maestra me arrancó de mi padre para decirme que ella personalmente se encargaría de que me sintiera bien en la escuela, cosa que desde ese primer día de clases fue una realidad a través de los años gracias a esa dama, hasta los consejos que hace una semana me diera Eduardo para batear la pelota de softball con mejor impacto.
Aprendí de los excelentes Coaches Uresti y el Seco, Inés Hernández y muy brevemente Espino y Pancho Cárdenas, que en la vida como el en fútbol americano no existen el karma ni los milagros, que todo es resultado de la disciplina y que no hay enemigo pequeño como para desdeñarlo, ni adversario tan grande que no podamos vencer. Por mis maestros José de Jesús Galindo en la secundaria y del licenciado Esteban que me dio clases de derecho, supe que el alumno es mucho más que un número de matrícula y un mocoso que todo le debe al mundo porque sus padres le hicieron el favor de engendrarlo, sino que también ese joven le debe exigir al mundo de los mayores un digno lugar. Del Hermano Pulido y de Tita Cárdenas (de quien hoy sigo aprendiendo) que ni siquiera estuvieron al frente del aula conmigo, y con el contador Pinedo en la escuela de Mercadotecnia, entendí que un buen maestro ve más allá de lo que los otros ven, y que siempre habrá gente dispuesta a trabajar con y por las ovejas negras reconociendo ahí la responsabilidad de enseñar, y no solo la oportunidad de brillar como es con los alumnos más aplicados.
Como enano basquetbolista, Antonio Segura y el recién finado Jorge Jaimes me ofrecieron su amistad cuando sus amplios conocimientos se toparon con la rebelde y corta juventud. El maestro Solís que bien me enseño civismo y me hizo interesar en las cuestiones políticas, sigue siendo para mí un referente del buen católico cuando lo veo participar activamente en las misas de San Pablo Apóstol. Y si, amigos de la primaria: sigo enamorado de la maestra Lety.
Lo he dicho antes desde mi posición de padre de familia: es torpe devaluar el rol de padre que es único ante cada uno de nuestros hijos por el espejismo de ser amigo ellos, amigos tendrán tantos cómo dedos de las manos a lo largo de su vida, padre sólo tendrán uno; y ciertamente que si un amigo intenta hacerla de papá está condenado al fracaso en el plano de lo amistoso. Y de ahí la gran fórmula de los Grandes Maestros: se sitúan entre el saber de un padre y la camaradería del amigo, entre la complicidad del camarada y la disciplina de casa, entre la utilidad de formarse y la necesidad de desmadrarse, entre la objetividad del despiadado mundo y la subjetividad del amor fraternal.
Y es poco probable que los nombres de mis maestros aquí mencionados sean los mismos que los tuyos; pero es posible que dentro de quienes me leen, algún nombre nos sea común; pero lo que sí es seguro, es que todos hemos tenido maestros como los míos, que han hecho por nosotros tanto en la vida que no cabe en la mejor composición o prosa. Porqué también es cierto que el buen maestro es parecido al agricultor: siembra una semilla sin saber cuándo ira a germinar y si dará fruto alguno, pero la siembra de todos modos, sabiendo que cada semilla es en sí un mundo entero con distintas realidades y posibilidades a la semilla de enfrente.
Frustrado una vez más ante la falta de avance en mi juego y luego de discutir el puntaje de un partido, el buen Carlos Estrada me dijo la última vez que nos vimos sobre una cancha de tennis: sigues siendo un pésimo tenista y respeto tus ganas de prosperar, pero eso sí, tengo que reconocerte algo, y es que sabes llevar muy bien el marcador, llevas muy bien los números, ¡eres muy bueno con las matemáticas! Supongo que mis maestros de álgebra dirían que soy bueno con la raqueta.
cesarelizondov@gmail.com