Milagro
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Y a dónde fueres, haz lo que vieres, dice el refrán
No es que me sienta tan especial como para haber sido testigo o haber experimentado un milagro. Y te advierto: probablemente al final de la lectura te quedes con la impresión de haber sido estafado por este escribidor; pero bueno, estas épocas decembrinas son días para abrir un poco el espíritu y la mente para dejarse llevar por historias un tanto fantasiosas desde la perspectiva racional, y un algo milagrosas desde la óptica emocional.
Pero ahí estuve, presente mientras se producía un milagro. Sin conocer todos los detalles habrá quien, en primera instancia, podría calificar a mi vivencia como una cuestión típica de la naturaleza humana, otros podrán pensar a bote pronto que fue una experiencia extrasensorial, paranormal, increíble o… muy fumada. Pero yo lo sigo viendo cómo la manifestación de algo milagroso. Y es que difícilmente aprecia uno los milagros en su entorno cotidiano; quizás sea por eso que tuvo que ser fuera de mi ciudad dónde experimenté aquello. Aquello era la locura: un impresionante mosaico de gente representando toda clase de etnias, nacionalidades, edades, géneros y estratos sociales.
Como enemigo de las masas, como mal conversador y siempre exasperado ante cualquier tipo de espera, me preguntaba qué demonios estaba haciendo ahí; pero era parte obligada de la visita a la impresionante e interminable ciudad de México. ¿o sería más bien parte obligada de la visita por esta intrascendente y efímera vida? Y a dónde fueres, haz lo que vieres, dice el refrán. Así que hice lo mismo que las miles de personas que estaban ahí: mansamente me incorporé a una larga fila que, lenta pero constantemente avanzaba a paso tortuoso como agua que baja al rio.
Aunque no me guste, impuesto a moverme en metro y a visitar sitios concurridos cuando visito alguna ciudad grande como era el caso, entiendo que las aglomeraciones y los empujones, los olores humanos y las fragancias etílicas, la desinformación y la ignorancia, son cuestiones con las que hay que lidiar siempre que uno este inmerso en esa pluralidad llamada masa.
Ya sabes cómo son las filas: la gente se para de puntas intentando ver lo que hay más adelante, aunque ya sepamos lo que hay; parecería que las personas piensan que si se pegan más a quien les antecede, la espera será menor; también en las filas algunas mujeres se embellecen y muchos consultan hoy sus teléfonos móviles, lo que antes era sacar la cartera vacía de billetes para acomodar mil recibos y papelitos con información que jamás se utilizaba. Y ahí estaba yo, en medio de una perpetua fila que estuvo mucho tiempo antes de que yo llegara, y que estará mucho tiempo después de que yo me ausente. Finalmente llegué hasta donde quería, di un paso más observando donde pisaba y levanté la vista hacia el frente y hacia arriba en un ángulo cómodo. Y entonces sentí bajo mis pies como es que el suelo se movía.
Claro que en la ciudad de México no es precisamente noticia que el suelo se mueva, pero para mí, eso era algo que no esperaba en ese momento. Pero yo sabía lo que tenía que hacer en ese caso: me encomendé a la Virgen de Guadalupe. Pasó muy, muy rápido, y antes de que terminara de rezar un apresurado Ave María, el suelo había dejado de moverse. Fue entonces que sucedió un pequeño milagro: volví a hacer la fila. Y luego de un rato, una vez más estuve de frente al manto que se dice fue de Juan Diego, y una vez más subí en la cinta transportadora que impide que los fieles se queden varados frente a la imagen de la Guadalupana en la Basílica más visitada del mundo.