Un Obispo bragado

COMPARTIR
TEMAS
Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa, sacerdote potosino, brillante historiador, escritor y maestro, hizo el relato de la vida y los hechos del Obispo Guízar y Valencia, una de las figuras más relevantes del conflicto entre la Iglesia y el Estado en México.
Ha muerto el padre Darío Acosta, de 23 años de edad. Acababa de bautizar a un niño cuando gente del gobernador Tejeda irrumpió en el templo disparando sus pistolas. El padre Darío cayó con la cabeza atravesada por una bala. Esa misma noche el obispo Guízar, quien se hallaba en la ciudad de México, dirigió al gobernador Tejeda un telegrama urgente:
“...Ofrezco de la manera más solemne presentarme ante usted para que me dé la muerte si usted en cambio se compromete a dejar a mi pueblo católico el ejercicio de su libertad y a no derramar la sangre de mis sacerdotes y de mis amadas ovejas...’’.
Se oían rumores en el sentido de que Adalberto Tejeda había dado instrucciones a sus agentes para que mataran al obispo Guízar. Un día, llena de gente la antesala del gobernador, un hombre alto y robusto, con traje de civil y aspecto de comerciante, irrumpió de pronto en el despacho de Tejeda aprovechando que la puerta había quedado abierta. Ya frente al gobernador se quitó el sombrero de ancha ala que antes le había medio cubierto el rostro. Aquel hombre era el obispo Guízar.
-Aquí me tiene, señor gobernador -dijo al boquiabierto Tejeda-. Usted ha dado a sus empleados la orden de matarme donde me encuentren, y como no quiero que ningún católico se manche con mi sangre vengo a que me mate usted. Tome su pistola y máteme.
Tejeda, lleno de confusión, no acertaba a contestar. Pálido, estupefacto, miraba al obispo sin poder creer que lo tenía enfrente. Por fin salió de su estupefacción. Tendió la mano a don Rafael y le dijo:
-Váyase usted tranquilo. Retiro la orden. Es usted un hombre de valor.
El incidente, sin embargo, no hizo que terminara la represión. Los sacerdotes siguieron siendo objeto de persecución; debían ocultarse y ejercer su ministerio en forma clandestina. El obispo Guízar se enteró de que un grupo de católicos preparaba un movimiento armado que debía estallar en Coatepec. Intervino para evitar que estallara esa rebelión -”... Nunca fui partidario de la lucha armada. Jesús no dijo que nos armáramos para defendernos del gobierno...’’- pero su aviso llegó tarde y hubo enfrentamientos en que muchos católicos murieron.
Hasta 1937 duró esa situación. El 7 de febrero de ese año la policía irrumpió en un domicilio particular de Orizaba donde se oficiaba secretamente una misa. Dispararon los gendarmes contra la gente ahí reunida y mataron a una muchachita de 14 años, hija de un obrero. Al día siguiente hubo una gigantesca manifestación: más de 20 mil personas protestaron por ese crimen. El gobierno, alarmado, pidió la intervención del obispo, quien a cambio obtuvo garantías para que los católicos pudieran sin estorbos practicar su religión. “La paz tuvo precio -decía el obispo con tristeza-. La sangre de una niña’’.
Armando Fuentes Aguirre