Cabezas en la nieve

Opinión
/ 2 octubre 2015

Hace algunas semanas leímos cómo unos montañistas en su ascenso al Pico de Orizaba de pronto vieron un punto oscuro entre la nieve. Al acercarse a aquel punto redondo reconocieron la cabeza que emergía del cuerpo hundido en la nieve.

Días más tarde, y cuando las condiciones meteorológicas lo permitieron, al desenterrar a aquel muerto se toparon con otro asido a él, en el mismo estado de momificación. Dos excursionistas que habían perdido la vida en la montaña más alta de México. Si ya la aparición inesperada de uno resultó asombrosa y escalofriante, la de dos nos puso de cara al momento de la muerte, al frío y al miedo de quienes debieron haber tardado un tiempo en morir atrapados por una avalancha. Allí, congelado para todos, por efectos de un azar entre ruta de caminantes y acomodo de la nieve, saltó a la vista el abrazo último de unos jóvenes que perecieron en la montaña. De no ser por las bajas temperaturas no habría huella y sólo el hueco sordo de quienes habían subido en 1959. Después se supo, gracias a que aún vive uno de los expedicionarios de aquel día fatídico, quiénes eran los muertos. Para quienes se toparon con este hallazgo inusitado, debió ser un ineludible recordatorio de lo incierto de la montaña y de la vida expuesta a los riesgos de la altura y el hielo. Para quien pudo nombrar a los aparecidos (eran tres los que perecieron en aquella excursión, atados por una cuerda cuando libraban una grieta) debió ser un viaje a los años sepultados, al olvido obligado por los que no aparecieron. Sin duda un alivio y un dolor renovado por ver a los que fueron detenidos en el tiempo, aferrándose al último soplo de vida en donde uno parece cobijar al otro. La montaña que siempre enseña humildad y solidaridad, mostraba su cara poderosa de nuevo suspendiendo a aquella juventud entre sus hielos. El hombre los debió haber contemplado en esa foto, como no pudo hacerlo en la montaña cuando de pronto vino el desplome de nieve y no supieron más de ellos. Al cabo del tiempo tuvieron que tomar la inevitable decisión de descender, sin ellos, probablemente para siempre. Nunca vuelve el tiempo, más que de esta manera insospechada, helado, para devolver la pesadilla de aquel día pero también la camaradería y la buena disposición, los preparativos del ascenso y el chocolate Carlos V para la energía, las nubes y el silbido del viento allá arriba, la risa, las canciones, las bromas. Todo un paquete para quienes, cuando teníamos la fuerza, retábamos montañas todo en ese abrazo que emerge en 2015, para recordarnos la fuerza de la amistad. La prueba de acero de la fraternidad que perdura en un abrazo congelado bajo la nieve.

Morimos en diferentes maneras y a destiempo, y la muerte de los amigos que acompañaron nuestros años jóvenes es un desarropo. Con ellos se van los recuerdos de los que fuimos, las bromas que nos hacíamos, la manera en que nos llamábamos, el mote que usábamos. Pero también se quedan las estampas congeladas. Vuelven a mí las montañas que compartí con mis amigos. Persisten las fotografías y la memoria del olor a tocino frito cuando atravesamos del Ajusco a la Marquesa (imposible estos días) acampando y recorriendo con aquellos mapas orográficos las rutas íntimas que caracoleaban entre los cerros y subían y bajaban, haciendo que el bosque fuera nuestro, y el silencio y el frío de la noche. Tres amigos en la aventura de retar los cerros, como lo hicimos cuando subimos al Nexpañantla y al Ventorrillo y rapeleamos en Peña de Perros.

Ese abrazo congelado y la tristeza de bajar la montaña siendo menos de los que subieron es también el mío cuando en mi camino falta un amigo. La imagen momificada es el testimonio dulce y terrible de los que fuimos. Es, sobre todo, el dulce abrazo de la amistad que perdura.

* A la memoria de Lalo Soní

Mónica Lavín

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