La era de los impostores

Opinión
/ 2 octubre 2015

La ficción ha sustituido a la realidad en el mundo que vivimos y los mediocres personajes del mundo real no nos interesan. Los fabuladores, sí, como el pequeño Nicolás o Enric Marco.

l Lo extraordinario es que buen número de personajes se tragaran las patrañas del adolescente.

l La culpa no es de los novelistas, ellos cuentan las historias que a sus lectores les gustaría vivir.En estos días, el personaje más mediático en España es el pequeño Nicolás,  un joven veinteañero que, desde que era un adolescente, se las arregló, embaucando a medio mundo, para hacerse pasar por amigo de la realeza, de  grandes empresarios, autoridades y políticos de alto vuelo y del servicio de inteligencia, todos quienes le habrían encargado delicadas e importantes misiones. Lo extraordinario del caso es que buen número de estos personajes se tragaran sus patrañas, lo recibieran, lo escucharan y (al parecer) hasta lo gratificaran por sus servicios. En la era del espectáculo en que vivimos, el histrión es el rey de la fiesta.

Javier Cercas acaba de publicar un libro, El impostor, consagrado a Enric Marco, el más notable embaucador de nuestro tiempo y, acaso, de todos los tiempos. Su historia dio la vuelta al mundo hace nueve años cuando un pertinaz historiador, Benito Bermejo, reveló que Marco, presidente de la asociación que agrupaba a los sobrevivientes españoles de los campos de exterminio nazis, que había publicado libros, artículos, ofrecido cientos de conferencias en colegios, universidades y había hecho llorar a los congresistas refiriendo en el Parlamento español los horrores indecibles que padecieron él y sus compañeros en aquellos mataderos humanos, era un fabulador de polendas que nunca estuvo en alguno de esos campos nazis y se había inventado de pies a cabeza esa heroica biografía de resistente republicano, exiliado y prisionero de la peste parda hitleriana. Enric Marco, ya muy conocido por sus campañas a favor de mantener viva la memoria histórica del Holocausto, se hizo todavía mucho más famoso, dentro y fuera de España, como autor de la más formidable patraña del siglo.

El libro de Cercas es varios libros a la vez pero, ante todo, una pesquisa rigurosa y maniática para desentrañar lo que es verdad y lo que es mentira en la vida pública y privada de Enric Marco. Descubre muchas cosas: que las imposturas de Marco arrancan en su misma juventud, atribuyéndose un pasado de luchador republicano y de resistente anarquista en los primeros años de la dictadura franquista, y que ellas jalonan toda su existencia. Pero, también, que estas mentiras en cadena están casi siempre enhebradas con verdades, experiencias  vividas a las que él coloreó, exageró, matizó y disminuyó para hacer más persuasivas las ficciones con que fue adobando constantemente su escurridiza biografía. No descubre todo porque la manera como ficción y realidad se confunden en la vida de Enric Marco es inextricable.

¿Por qué dedicar tantos esfuerzos a esta tarea? ¿Sólo por la fascinación que provoca en él la audacia embustera del  personaje, esa novela viviente que es Enric Marco? Sin duda, pero, también, porque probablemente nunca nadie antes de él ha encarnado las relaciones entre ficción y realidad de una manera tan absoluta y excelsa. Todos los seres humanos soñamos con ser otros, con escapar a las estrechas fronteras dentro de las que discurre nuestra vida; por eso y para eso existen las ficciones —las novelas, las películas, los dramas, las óperas, las series televisivas, etcétera—, para satisfacer vicariamente el hambre de irrealidad que nos habita y nos hace soñar con vidas mejores o peores que la que estamos obligados a vivir. Enric Marco consiguió, gracias a su audacia, su talento transformista y su falta de escrúpulos, ser, como en el poema de Rimbaud, uno mismo y otro (Je est un autre). Además de una incisiva investigación periodística, el libro de Cercas es un sutil ensayo sobre la naturaleza de la ficción y el modo como puede infiltrarse en  la vida y trastornarla.

Y es, asimismo, un buceo personal y dramático sobre las responsabilidades morales de un escritor que, como él, intenta, a través de lo que escribe, entender las razones profundas del personaje cuya historia reconstruye. ¿Comprender a Enric Marco no es en cierto modo justificarlo, rehabilitarlo, dar verosimilitud y consistencia a las razones que él esgrime con tanto empeño contra quienes lo condenan, diciendo que sí, cometió un gran delito, pero lo hizo por una razón valedera y superior, para dar más fuerza y publicidad a las atrocidades del Holocausto, para despertar en las nuevas generaciones un sentimiento de espanto contra los crímenes del nazismo, reivindicar y desagraviar a sus víctimas, esos millones de seres humanos sacrificados en los campos de exterminio, nueve mil de los cuales fueron españoles?

Cercas no quiere que este impostor desmesurado le resulte simpático y, para que nadie se equivoque al respecto, lo abruma de epítetos condenatorios a cada paso. También se los lanza a la cara al propio Marco, quien, aunque usted no lo crea, se prestó a concederle muchas horas de entrevista para facilitarle su trabajo inquisitorial, y, a cada momento, le recuerda que no escribirá este libro para defenderlo ni atenuar su culpa, sino para desentrañar la pura y terrible verdad, es decir, para hundirlo del todo en la ignominia moral. Lo más notable es que quien gana la partida que se disputa en este libro incandescente no es el rectilíneo Cercas sino el delictuoso Marco.  

El excelente novelista que es Javier Cercas olvidó, fascinado como estaba con el tema y materia de su libro, que las buenas novelas convierten a los malos siempre en buenos, porque aquellos terminan siempre por despertar en el lector (y, aunque no lo quiera, en el propio narrador) un atractivo irresistible que  vence y destruye sus reservas o principios éticos o políticos y los transforma en empatía. El libro que él ha escrito es, aunque él no quisiera que lo sea, una (magnífica) novela sobre un personaje fuera de lo común, un ser ontológicamente novelesco que tiñe la vida de ficción, un fantaseador taumatúrgico que irrealiza la realidad con su audacia ilimitada. El héroe del libro no es quien lo relata sino el genial embaucador, el espantoso e inverosímil Enric Marco. Él, sólo él. Comparado con la peripecia prodigiosa que le permitió dejar de ser la minucia humana que era y convertirse en un gigante, qué pequeñito y olvidable parece el aguafiestas de su historia, el decente y honesto historiador Benito Bermejo que, sin siquiera beneficiarse con ello y hasta recibiendo por su altruista tarea buen número de ataques, lo desenmascaró, guiado sólo por su amor a la verdad y su repugnancia por las mentiras históricas.

Vivimos una época en que los embaucadores nos rodean por todas partes y la inmensa mayoría de ellos —banqueros, autoridades, dirigentes políticos y sindicales, jueces, académicos— miente y delinque para enriquecerse, sórdido  designio vital, sin que sus historias trasciendan las previsibles trapacerías del ratero vulgar. Por lo menos, Enric Marco lo hacía con horizontes más amplios y, sí, por qué no,  menos egoístas. La verdad es que nunca se lucró con sus mentiras y las sostuvo y defendió con una energía admirable, trabajando como un verdadero galeote, y, es cierto, haciendo tomar conciencia a muchos jóvenes, y a buen número de hombres y mujeres maduros, delo que significaron los campos de la muerte del nazismo y de la obligación cívica de reivindicar a sus víctimas. ¿Qué Marco era, que es, un narciso codicioso de publicidad, un ávido mediópata, obsesionado por salir siempre en la foto? Sin la menor duda. Pero su enfermedad es una enfermedad de nuestro tiempo, la de una cultura en la que la verdad es menos importante que la apariencia, en la que representar es la mejor (acaso la única) manera de ser y de vivir. La ficción ha pasado a sustituir a la realidad en el mundo que vivimos y, por eso, los mediocres personajes del mundo real no nos interesan ni entretienen. Los fabuladores, sí. No es de extrañar que en una época así, el pequeño Nicolás y el gigantesco Enric Marco hayan sido capaces de perpetrar sus fechorías, perdón, quiero decir sus proezas.  La culpa no es de los novelistas, ellos sólo cuentan las historias que les gustaría vivir a sus lectores.

Madrid, diciembre de 2014

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