El camino de Delfino

Semanario
/ 28 septiembre 2015

La historia de un hombre sin límites

Torreón, Coahuila. En el rancho El Pilar, cuando no es de día, las nueve casas del lugar las abriga un manto azabache y el silencio de la nada. Van a ser las seis de la mañana y las únicas luces son las que llegan de los coches que transitan por la carretera, a unos 500 metros de El Pilar.

De una de las casas -piso de cemento, paredes descarapeladas- tan humilde como los cerros de ropa apilados en los rincones, sale Delfino. Viste mezclilla negra, un llavero le cuelga del cinto, camisa de botones, gorra azul de los Dodgers de Los Ángeles. Usa reloj y mochila a las espaldas. Bigote bien delineado. Si no fuera porque usa unas gafas oscuras cuando en el rancho no se ve nada a 10 metros de distancia, no pensaría que Delfino es ciego.

Delfino, 49 años, está por emprender una jornada que durará unas 14 horas cuando regrese a su hogar. Pero eso será dentro de 14 horas, ahora Delfino emprende la caminata sobre veredas terregosas para llegar a la carretera donde, a lo lejos, las luces de los autos parecen luciérnagas despavoridas.

-        Si no llego a las seis veinte, ya me fregué y el camión me deja y me arruina el día -dice Delfino.

Hace 16 años, por este mismo tramo, Delfino –entonces ciego de un ojo, catarata congénita en otro- manejaba de noche una bicicleta cuando tropezó con unas piedras. Se salió del camino y azotó dentro de un canal sin agua. Metió las manos pero su cabeza golpeó con el filo de canaleta. Por días sintió aguijones en la cabeza. Después miró una mancha en la parte superior de su ojo derecho. Es la catarata que ya te está tapando, le diagnosticó el médico.

 

El 11 de abril de 1999, Delfino Rodríguez Vásquez -Vásquez con ese, me aclara- dejó de ver por completo.

-        Me desperté y no vi nada. Estaba solo. Vi como si tuviera agua amarillosa dentro del ojo. Y nada.

No parece. Delfino camina con un bastón enfrente pero en su andar cuelga la solvencia de quien conoce el camino. Llega antes de las 6:20 de la mañana y espera por el primero de dos camiones que tendrá que tomar para llegar a la Universidad Tecnológica de La Laguna (UTL), donde a sus 49 años cursa la carrera de Técnico Superior Universitario en Ventas. Delfino, vendedor ambulante y ciego, quiere ser un vendedor profesional.

El autobús ejidal número 10 se detiene sobre la carretera y Delfino se trepa sin dificultad. –A veces cuando escucho que viene, me paro sobre la carretera para que me vea -explica y se sienta sobre el pasillo del camión destartalado y semivacío. Quienes no vieron o no supieron en un inicio que Delfino era ciego fueron sus padres.

Delfino nació en 1965 en el ejido La Fe, del municipio de San Pedro, Coahuila, a unos 100 kilómetros de Gómez Palacio, Durango, ciudad conurbada que conforma La Laguna y por donde el camión, crujiendo de viejo, recorre la periferia. De padres piscadores de algodón, Delfino, el cuarto de siete hermanos, nació en una cuna hechiza de madera, con un costal de papa como colchoneta. Fue meses después de nacido que su madre, Juana Vásquez, se percató que su hijo era ciego. Juana le colgaba una sonaja o le pasaba la mano y el bebé Delfino no seguía ni la sonaja ni la mano.

Su familia creció creyendo que Delfino estaba completamente ciego y lo llevaban a centros espiritistas en lugar de acudir con un oftalmólogo. La realidad era que tenía una mínima visión de su ojo izquierdo. Una visión borrosa pero distinguía siluetas y caras cuando acercaba su mirada como lupa. Del ojo derecho nunca vio.

-        Papá, ¡llévame a la escuela!, le pedía a su padre Asención Rodríguez, un hombre duro como el trabajo en el campo. Un hombre bueno para la tomadera.

-        Se te va a calentar la vista cuando salgas -le argumentaba su viejo.

-        No va a pasar nada -insistía el niño Delfino.

-        Te van a tratar mal y se van a burlar de ti -le replicaba el padre.

Su padre decidió no llevarlo a la escuela, como 55 de cada 100 personas con discapacidad entre los tres y 29 años, según datos del INEGI. En cambio se puso a trabajar en la pisca de algodón con su padre, en aquellos años en que los campos laguneros parecían estar tapizados de nieve: la era del oro blanco.

 

En el rancho el niño Delfino se arrimaba a grupos de adultos que estudiaban en algún salón de una primaria ejidal. Siempre tuvo la inquietud de aprender. De esos acercamientos, Delfino aprendió a mal leer y mal escribir. A los 11 años sus padres se separaron. Mi mamá no aguantó ya las borracheras de mi padre. Con la separación, acudir a la escuela fue menos una opción.

Delfino vivió con su padre y ya de adolescente trabajaba realizando mandados a los conocidos. La gente le decía a mi padre que me metiera a la escuela pero nunca quiso. Decía que no podía dejarme solo, la verdad es que le daba miedo que yo me fuera a imponer a estar lejos de él.

***

Delfino baja del primer camión sobre el periférico de la ciudad, una zona con aires de aletargamiento industrial. Ahí mismo espera por el segundo autobús que lo llevará hasta la universidad.

Son más de 30 kilómetros de distancia entre la Universidad Tecnológica y el rancho donde vive. Durante el trayecto, Delfino me cuenta que sabe vulcanizar llantas de tráileres, de pipas, de tractores; también de regar campos con extensas mangueras. Su último trabajo antes de quedar completamente ciego, fue lavar equipos de ordeña en el establo donde vive.

Hemos recorrido el largo periférico que alberga en su mayoría camiones de carga. Hemos cruzado por puentes y vías de tren. Nos hemos adentrado a zonas ejidales de Lerdo, municipio conurbado con Gómez Palacio. El chofer habrá realizado una treintena de paradas. Hace casi 40 minutos que salimos de El Pilar. Y Delfino sabe dónde está por el olor a estiércol de vaca.

Antes de llegar a la universidad, escondida en el ejido Las Cuevas, existe un enorme establo lechero y el olor a estiércol de rancho impregna el ambiente. Para mí eso es información, define Delfino. Y el olor a estiércol de vaca le indica que está por enfrentarse a uno de los mayores desafíos, revertir una cifra que pone en entredicho cualquier política de inclusión: únicamente el 5.2 por ciento de las personas con discapacidad en México, terminan al menos un año de educación superior. Y Delfino busca lograrlo a los 49 años, ciego, con un hijo de siete años y a cargo de otros cinco que son de su pareja Genoveva Pantoja.

 

Delfino comienza la caminata hacia su salón de clases y me toma del codo. Todavía no conozco bien aquí, justifica. Hay quienes creen que debes de tomar el hombro de la persona pero es mejor el codo, si lo mueve para atrás, quiere decir que debo caminar atrás de usted por seguridad o porque no cabemos los dos. Delfino atrae las miradas de los jóvenes estudiantes. No puede ver a sus compañeros pero sabe que algunos bien podrían ser sus hijos. De su mochila saca unas hojas amarillas y también su regleta azul: su escritura en braille, el sistema de lectura y escritura táctil para ciegos. Delfino se sienta recto y parece que no tiene movimiento pero su mano escribe los puntos en la regleta de lo que la maestra expone.

Delfino pone atención como lo hizo cuando pudo con sus ojos. De adulto siempre procuró revisarse. Acudía constantemente con un optometrista. Le intentaron poner anteojos pero la cabeza le empezaba a estallar. Lo tuyo lo tuyo es operar, le dijeron. Delfino aún podía mirar a una distancia aunque no reconocía. Necesitaba pegarse como calcomanía.

En 1997 intentó operarse la catarata.

-        Tienes la catarata muy tiernita, tiene que madurar más -le arguyeron los especialistas.

En 1998 en el Club de Leones de Torreón, un doctor de apellido Arredondo le dijo:

-        No entiendo cómo dices que ves. El problema es para que no vieras nada.

-        Ya sé qué tengo, quiero ver si se puede hacer algo -le respondió Delfino.

-        De que te vas a quedar ciego eso es seguro. Te puedo operar pero no te garantizo que veas al 100 por ciento -le explicó el doctor.

Delfino necesitaba la vista para rendir en el establo lavando los equipos de ordeña. Maniobrando químicos. Vinieron las peleas con su padre, reacio a que su hijo se operara.

-        Quiero operarme pero no sé qué vaya a pasar después –le platicó Delfino a su padre.

-        Te van a dejar ciego y no me vas a servir pa nada –le desanimaba el papá.

-        Lo que quiero es mejorar, mejoro yo, mejora usted.

Delfino confiesa que siempre pensó que podía ver. En julio de 1998 le programaron la primera operación ante la negativa de Asención, su padre.

-        Tú llegaste tarde a la repartición de ojos. Los tienes muy pequeños -le mencionó el doctor que lo iba a operar.

-        Yo no iba a nacer aquí sino en Japón pero se equivocaron -bromeó Delfino.

-        Te voy a operar, pero tú no eres candidato para lente intraocular. No son normales. Cualquier otro ojo lo opero y puedes ver. No nos podemos hacer responsables.

Delfino sintió que el piso se abría.

-        ¡Opéreme! -pidió Delfino, como si se tratara de vida o muerte.

Lo operaron y no veía las cosas definidas. Las miraba deformes. Una puerta, una ventana, las observaba sin simetría, como el trazo de un niño de kinder. Vino el accidente en bicicleta. Poco a poco el sentido se desvaneció. Y con la vista se alejaron también personas que quería.

 

María, su novia de entonces, lo dejó. Vio que iba a quedar ciego y se distanció. La buscó topándose siempre con la barrera del desprecio. Delfino no entendía por qué. Maldito el día que nací ciego, gritaba. Se hundió en una depresión e intentó quitarse la vida ingiriendo puños de pastillas. No me acuerdo qué era. Sólo recuerdo que sudé mucho, mucho pero nada más. Quería dormirme y no despertar. En otra ocasión, iba en la caja de una camioneta pick up. Había bebido varias cervezas y en un arranque se aventó al pavimento con la camioneta en movimiento. Quería matarse. Únicamente se descalabró.

Después vino también la discriminación entre la misma familia. El trato de las cuñadas quienes se alejaban de él. Ya nadie desayunaba a su lado. Lo dejaban solo. Sentía el fastidio de sus allegados cuando pedía que le ayudaran a llegar a la parada de autobús. Delfino se sintió y le hicieron sentir un estorbo.

Vino la desesperación de no mirar ya ni las líneas deformes. De escuchar el movimiento, el ruido y no poder ver nada. Llegó el miedo. Maldito el día que nací ciego, repetía. La frustración de trastabillarse con cualquier piedrita, cualquier bordo en medio de la calle. Estoy perdiendo mucho físicamente, se dijo un día para sí Delfino. Entonces empezó a caminar, a caminar mucho. Salía al rancho y si un día caminaba 100 metros, al otro se proponía caminar 200. Sentí la necesidad de avanzar.

Su padre Asención enfermó de cirrosis en el 2000 y Delfino cuidaba de él ante la desconfianza del padre. Tú qué vas a hacer si no miras, así no sirves, le reprochaba a Delfino. Usted no sabe cómo le voy a hacer, le contestaba el hijo.

Su padre no se tomaba las medicinas y empeoraba de salud. Delfino lo acompañaba a las citas con el doctor y su padre lo dejaba atrás. La gente no sabe que estoy ciego, dígame nomás las calles. Deme la oportunidad de hacer las cosas. Nos peleábamos mucho. Delfino quería sentirse útil. Avanzar.

Con el médico que trataba a su padre, Delfino empezó a trabajar la memoria. Le preguntaba al especialista qué medicinas se tenía qué tomar su padre y a qué hora. Entonces medía las cajas con la mano y así empezó a desarrollar el sentido del tacto.

Al poco tiempo su padre falleció. Los doctores dijeron que fue porque dejó de beber de golpe.

Entonces Delfino, testarudo, decidió buscar una última oportunidad para recuperar la vista. Fue al Hospital de la Ceguera en la Ciudad de México con la esperanza espartana de que le dieran buenas noticias. Nada de eso llegó.

-        No podemos garantizarte ni un 10 ni un 20 por ciento. La otra es que si fallamos, te vamos a arrancar el ojo y poner una prótesis y vas a sentir mucho dolor -le pararon en seco cualquier ápice de esperanza.

Delfino no accedió a la operación.

***

Después de morir su padre, Delfino se topó con una asociación de invidentes de Torreón. A sus 34 años conoció el braille y en un mes aprendió el abecedario. A ver, échale más, pidió Delfino a la gente de la asociación. Más de tres décadas después, Delfino empezó a hacer lo que siempre quiso: estudiar.

 

La primaria y secundaria la cursó en el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA). Me hacían preguntas orales, me pedían que definiera conceptos. Según las respuestas era la calificación. Tú estás bien, me dijeron.

Entonces Delfino pensó que sería todo lo que aprendería. Pero el destino le tenía preparado otro horizonte. Pidió trabajo en la presidencia de Gómez Palacio y lo contrataron como empleado en la biblioteca municipal. Ahí conoció a una persona que lo invitó al Cetis 88 de Gómez Palacio, una preparatoria abierta con un programa de inclusión para personas con discapacidad.

-        Siempre he tenido la inquietud de aprender. No puedes quedarte parado a ver qué pasa. Llego a la prepa y los maestros no sabían enseñar a ciegos.

Batalló para aprender y los maestros batallaron para enseñar. Pero lo logró. Cuando terminó la preparatoria comenzó a trabajar como vendedor ambulante, hasta que un día le hablaron del Cetis 88 para preguntarle si estaría interesado en estudiar una carrera técnica. Pos cómo no, les dijo Delfino.

Federico de Jesús Sánchez Galindo, rector de la universidad, invitó a Delfino y lo becó como a todos los estudiantes discapacitados que son parte del programa. Sánchez Galindo considera que el hecho de no tener más estudiantes discapacitados en alguna universidad no estriba en el sistema educativo sino en los tabúes que existen desde casa.  La realidad es que muchas veces los mismos padres no les permiten acercarse a realizarse como personas. Creo que el tabú inicia en casa porque desde temprana edad se bloquea la posibilidad.

Quizás es el caso de Delfino, aunque éste cree que los docentes, de todos los niveles, no pueden enseñar a un ciego porque no tienen idea de cómo hacerlo.  Delfino me dice que los ciegos no captan igual los conceptos y se dificulta cuando se trata de entender problemas numéricos. No escribimos igual, la posición donde pongo un signo numérico no es igual, no pongo diagonales, no tenemos todos los signos. Se necesita explicar más la exposición de los números y su relación. Crear más imágenes.

La Universidad Tecnológica de La Laguna alberga un programa de inclusión que acoge a más de 20 estudiantes con algún tipo de discapacidad. Los hay sordos, con problemas de aprendizaje, discapacidades motoras y hay un ciego, Delfino.

 

Lourdes Guerrero Gamboa, coordinadora del área psicopedagógica de la UTL, admite que uno de los principales retos del programa de inclusión es familiarizar y capacitar a los docentes. En un inicio, existió la renuencia de los maestros a enseñar a discapacitados. Eso lo percibe Delfino, pues siente que los profesores deberían enfocar más tiempo en el aprendizaje de una persona con discapacidad. También cree que necesita más herramientas como una computadora en braille.

-        ¿Y por qué escogió estudiar ventas? –pregunto a Delfino mientras caminamos rumbo a la cafetería de la universidad.

-        Me gusta el trato con la gente, convencerla. Además, el dinero hay que gastarlo como dinero entonces siempre habrá en qué gastar.

Los maestros cuentan que Delfino es dedicado y disciplinado. Que batalla con el inglés y las matemáticas y que en ocasiones se ausenta por días. Lo hace porque las ventas andan mal y si compra producto tiene que venderlo para pagarlo y reinvertir. Lo que sobra, utilizarlo para cosas de la casa.

Delfino presiona un botón de su reloj parlante: Son las trece horas con tres minutos, habla el reloj.

***

Delfino termina clases minutos antes de las dos de la tarde. A partir de entonces comienza otra travesía: la de vendedor ambulante. Toma otro autobús que lo lleva hasta el centro de Gómez Palacio. Allí se encuentra su pareja, Genoveva Pantoja, 42 años, cara redonda y sonrisa afable, y uno de cinco hijos de ella, Fray Martín, cachucha para atrás y arracada de plástico en la oreja. Fray Martín, 13 años, abandonó los estudios. Delfino, 49 años, va en el primer año de universidad.

 

Genoveva y Fray Martín llevan dos horas vendiendo papas, cacahuates, refrescos, chicles, cigarros, jugos, galletas, paletas y demás chatarra en la presidencia municipal. Cargan con un triciclo adaptado para almacenar y mostrar los productos. Cuando llega Delfino, comienzan el recorrido de ventas.

A diferencia del vendedor ambulante común que se estaciona en algún sitio y espera que alguien le compre, Delfino y su pareja conducen el triciclo de tienda en tienda, de negocio en negocio. Se paran exclusivamente en los negocios que ya los conocen. De ahí en más si alguien los detiene para comprar, es ganancia.

-        Señorita, buena tarde, ¿le dejamos algo?, pregunta Delfino con sus gafas oscuras y su gorra de los Dodgers de Los Ángeles.

-        No, gracias, responde la encargada de un comercio.

-        Buena tarde.

Delfino asegura que en la calle hay muchas personas distraídas. Ahora su pareja lo acompaña, pero dentro de una hora lo dejará solo y él continuará la venta. Yo trabajo con la energía, con la presencia natural de cualquier persona, explica sobre la forma para no chocar con la gente en la calle. Delfino también trabaja con el sonido. El sonido son sus ojos. El zumbido del motor es diferente si va recto o da vuelta. El acelere o freno del coche. El rechinido de una llanta. Tienes que ver con el oído, calcular la velocidad, el espacio. Trato de trazar una línea imaginaria entre calle y calle para cruzar, me explica como si me hablara un profesor de física. Delfino escucha el movimiento como un director de orquesta las notas de decenas de instrumentos.

-        ¿No le da miedo, a veces como se maneja en la ciudad?

-        No hay que tener miedo porque el miedo domina.

-        ¿Y nunca lo han atropellado?

-        Sí, tengo dos caídas, dos atropellamientos. Pero no por error mío, por mensos que no se fijan.

El ciego tiene la seguridad de saber que vio lo que sucedió.

En una ocasión lo atropelló un taxista quien dio vuelta sin darse cuenta que Delfino ya llevaba media calle recorrida. En la calle Patoni, recuerda Delfino como si hubiera visto la nomenclatura. El taxista se detuvo y le echó la culpa a Delfino. Por qué no te fijas, le reclamó. No, carnal, tú no te fijas y ahora le hablo a los peritos. El taxista quiso arreglarlo con 20 pesos. No, no, no, qué te pasa. Si vamos a la Cruz Roja mínimo te sale 200 pesos, le reviró Delfino. El taxista terminó por darle 400 pesos. Delfino, además de vendedor, estudiante y ciego, es un negociador nato.

Son las cuatro de la tarde y su pareja Genoveva ya se fue. La temperatura debe rondar los 35 grados mientras Delfino y su hijastro siguen con la vendimia de negocio en negocio. El andar es lento pero Delfino se mueve, voltea y conduce el carrito con la precisión de un cirujano. Véngase, es por acá, me dice y lo sigo. ¡Aguas, Francisco!, me previene cuando vamos a cruzar una calle porque viene un coche. Y sí, viene un coche. Vámonos, dice cuando no viene ningún coche. Y sí, no viene ningún coche.

 

Intento retar a Delfino a que me diga en qué calle estamos y cuáles siguen pero es como si le pidiera a un matemático resolver una suma de dos cifras. Luego un señor detiene a Delfino y le pregunta por la calle 20 de noviembre: Camina dos cuadras y luego a la derecha, instruye el ciego. Tiene en la mente las calles e inclusive las rampas que hay en cada banqueta.

-        Cuando los coches obstaculizan las rampas. Busco las placas en relieve y las apunto, entonces hablo al 066 para que lo quiten y no me voy hasta que quiten a ese coche. No se vale.

¡Botanas, churros, las galletas, las sabritas!, anuncia Delfino cuando llega a una tienda de sombreros. Que bien haría falta un sombrerito para este calor, me dice porque sabe que estamos parados en una tienda que vende sombreros. Recorremos esa calle y al final un negocio tiene bocinas en la  banqueta y el volumen de la música se asemeja a la de una discoteca. Delfino se acerca con los encargados y les pide que si le pueden bajar porque va a cruzar la calle. Ellos acceden. El sonido me da seguridad, insiste.

En la mayoría de los negocios ya lo conocen. Dice que la venta anda muy charra y que siempre busca la forma de que caiga un peso más. Si vende frituras, cobra extra la salsa o la crema. De cada cosa que vende le gana entre dos a cinco pesos. Cuando cobra, las monedas las acaricia para conocer su denominación. También los billetes.

-        No vas a actuar como ciego porque la gente luego busca aprovecharse si inspiras lástima -dice Delfino.

Para pasar desapercibido como ciego, Delfino tiene algunas tácticas. Por ejemplo, una de ellas es que si le hablan, únicamente mueva el cuerpo y no los pies. La gente, opina Delfino, está impuesta a ver al ciego como un ente pobre y que nomás pide ayuda. Él no quiere eso. Pero también eso le ha traído otro tipo de discriminación.

-        Hay gente reclama que me hago el ciego. La gente te agarra tirria y te provoca diciendo que sí puedo ver. Dudan de cómo sé dónde bajarme en el camión, de que no se me pasa pero la realidad es que la ignorancia los hace ser así.

En una esquina, una camioneta doble cabina obstruye el paso. ¡Aguas!, dice Delfino y me pide que escuche el motor. Este tipo se pasó, aunque está parado esperando por el verde, hay que decirle que se haga para atrás. Parece que trae tráiler. Y Delfino le dice que retroceda para poder pasar con su carrito. Vuelve a retomar el tema del negocio y me dice que hay que enamorarse de él. Hay que buscar la forma de atraer clientes. Hay que hacer a una persona tu cliente, por eso no me quedo fijo en un lugar.

Delfino gusta de atender a las personas. Le gusta la comunicación. Aunque aclara que según como le hablen, les habla.

Delfino mantiene el andar sobre las banquetas y calles cacarizas del centro de Gómez Palacio, hasta que llega a la tienda Chavita, de donde surte su mercancía. Le pregunta a Fray Martín qué hace falta y le da dinero para comprar. Pasan de las seis de la tarde y Delfino ya terminó su jornada. Ahí en el establecimiento le dan oportunidad de guardar el triciclo y recogerlo al día siguiente. Es como el anuncio de Bimbo Esto es todos los días.

 

A las 6:30 de la tarde, Delfino espera por el camión que lo lleve de vuelta a su hogar, en el establo El Pilar. Carga con rejillas atiborradas de coca colas de vidrio. Sube al camión. Yo me siento delante de él.

-        ¿Cuánto hace de aquí hasta su casa?

-        Unos 35 minutos.

El tiempo es otro medio de información para Delfino. Desde que empezó su andar solitario, buscó la forma de encontrar similitudes y parámetros. El tiempo fue uno. De aquí al periférico debe hacer 20 minutos y después ya nomás 15.

-        ¿No sería más fácil nomás pedirle al chofer que le avise cuando llegue a su destino?

-        Es lo que yo no quiero. Prefiero trabajar mi mente, hacerme de información.

-        ¿Y no se imagina o no le gustaría saber cómo está la ciudad, las calles?

-        No me entretengo con eso.

Durante el trayecto, Delfino me cuenta que le gustaría poner un negocio. Dice que batalla porque no tiene casa ni terreno; papeles que le piden para solicitar un crédito. Ya se cansó de vivir en un lugar prestado.

Hace 20 minutos salimos del centro de Gómez Palacio y el sol se está rindiendo. Hemos recorrido una buena parte de avenidas llenas de baches y cruzamos el periférico para adentrarnos en la periferia. Pero es hasta que el camión frena para pasar lentamente un tope que parece más una barricada, que entonces Delfino suelta: Aquí es el primer moderador. Ahorita estábamos en el periférico. Tiene razón.

Le pregunto a Delfino si tiene algún sueño recurrente y me cuenta que sí, que en su sueño ve el campo, las sandías, el algodón, el maíz. Y en el sueño, tiene problemas para ver.

-        Ya nos vamos a bajar -me avisa Delfino.

Unos dos minutos después bajamos. Delfino carga con las rejillas de refrescos. A lo lejos se ve el rancho y nosotros estamos parados sobre la carretera. Miro a la izquierda, miro a la derecha, no vienen carros. Delfino oye que no vienen carros. Hemos atravesado dos ciudades en este día. Hemos cruzado calles revestidas de hoyos, largas avenidas y bulevares. Ahora falta, caminar. Y por si fuera poco, Delfino carga unos 30 kilos de refrescos.

Cuando llegamos a su hogar el cielo termina por encapotarse y una luz muy tenue ilumina la casa. Ahí dentro –piso de cemento, paredes descarapeladas- Delfino se quita la camisa y la cuelga en un perchero. Genoveva limpia frijoles y el pequeño Delfino Jared, 7 años y mirada inquieta, saluda a su padre.

En el cuarto de Delfino cuelga una especie de tambora.

-        ¿Sabe tocar? –le pregunto.

-        Sí, aprendí de chico Pero yo quiero aprender a tocar guitarra.

Existen razones para creer que algún día tocará la guitarra.


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