La revolución del lenguaje
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El capital simbólico no ha cambiado, y funciona como un tejido inconsciente, como patrimonio cultural que logra hacernos creer que sí existimos en el lenguaje.
Madrid, España.- Si las palabras no cambiasen el sentido y el sentido las palabras, es una frase que pertenece a Jean Paulhan, y creo que tiene que ver con el hecho de confiar en que las palabras tienen el poder de transformar la realidad y darle un nuevo valor. Sin el idioma que nos identifica como especie, nos acercamos más de nuestros primos hermanos los primates, entre los cuales hay muchos que poseen la posibilidad del lenguaje, almacenar algunos lexigramas, como es el caso de los monos macacos. Nosotro(a)s mantenemos hasta ahora la hegemonía de la interpretación, de la representación, el privilegio del sueño y de la imagen.
Por eso ahora más que nunca tenemos que interrogarnos sobre la manera en que nos representamos en medio de esta lucha por la hegemonía en las categorías del lenguaje: ¿qué es femenino y masculino, qué es ser hombre y qué es ser mujer, qué es ser una persona? El debate no tiene tregua y siempre nos coloca frente a este dilema de no saber cómo vamos a contestar frente a argumentos como que, si las instituciones y las leyes cambian para considerar a la mujer como sujeto soberano, la desigualdad entre hombres y mujeres habría desaparecido.
Podemos hablar de la teoría de género y plantearnos de si este realmente existe, o si no es más que una construcción cultural (ver Judith Butler). Cierto, hay una construcción cultural en todo contenido, hay un lenguaje que es una forma de interpretar, el episteme que se tiende a normalizar, o naturalizar, como la norma en contra de una idea más compleja que significa comprender dentro de la contingencia de una historia, de una aventura humana. ¿Qué es entonces cultura? Todos los significados que nos identifican, todos esos nominativos y definiciones adquiridas a través del lenguaje, pero también los significantes que son la resonancia que obtienen estos significados en medio de nuestra sociedad. En ese sentido, nadie va a decir que la mujer, en tanto que categoría sexuada del lenguaje, contiene un significante (Lacan decía que la mujer no tiene significante). Su significante en tanto que resonancia, está ligado al del hombre, es la parte del Uno, la parte oscura, subordinada, exógama, que sigue identificándose con un logos falocentrista, o falogocentrista como lo describió Jacques Derrida para hablar de un lenguaje de dominación masculina.
Nuestro capital simbólico no ha cambiado mucho, y funciona como un tejido inconsciente, como patrimonio cultural que logra hacernos creer que sí existimos en el lenguaje, en las instituciones, en la vida pública, en las que en realidad no somos completamente libres ni iguales que los hombres, sobre todo en el lenguaje de todos los días, el que nombra, aliena, organiza. No dejamos de "devenir mujeres", pero no las mujeres libres y pensantes que imaginó Simone de Beauvoir, sino mujeres silenciadas, en estado de hipnosis y alienadas con el poder o imitándolo (no comparto el argumento de Almudena Grandes que dice que si cambian las instituciones, cambian las mentalidades, los avances sociales y políticos se han dado, pero la marginación y la subordinación de la mujer no ha cambiado). Creo que tenemos mucho miedo de la responsabilidad que pesa sobre nosotras como generadoras de contenidos, como organizadoras de códigos, como facilitadoras de nuevos modelos femeninos.
Si el idioma sigue manteniendo una dominación de nombres masculinos, si aceptamos tan fácilmente ser nombradas con el vocativo en masculino (en Venezuela dicen "marica" para decir mujer; en España, "macho"; en el Perú, "brother".) es porque no hemos inventado una dialéctica que nos permita existir con igualdad en la representación del mundo, no tenemos rostro, sino una máscara que nadie arranca. ¿Tenemos que aceptar que alguien venga a ponernos la máscara, que nos digan qué es femenino, que es ser mujer en esta época, o podemos hacerlos nosotras mismas? El problema sigue estando en el episteme, en la forma de conocernos, que tendría que empezar por historizar el lenguaje, es decir, esa larga historia de dominaciones, exclusiones, y olvidos del que está construida nuestra historia como personas sexuadas. ¿No es una locura un lenguaje que se ignora dentro de un cuerpo, de una vida, una existencia, un lenguaje sin rostro? La colonizada termina por integrar el discurso que la convierte en estigma, y el sentimiento de inferioridad que la hace sentirse inferior; lucha contra él, pero está en su idioma materno, entonces, solo puede imitar.
Cuando Pierre Bourdieu decía que las mujeres estábamos siempre fragmentadas entre el cuerpo ideal y el cuerpo representado, es que nunca podemos alcanzar nuestro propio modelo. Colette renegaba de la autobiografía y se entregaba a su modelo cuando escribe: no confundan esto no es mi vida, es solo mi modelo. Virginia Woolf, que habló de las mujeres como seres sin vida, sin "una habitación propia", pensó que la liberación empezaba por ser económica y hemos llegado a una época en que la mujer es activa, gana dinero, pero siempre menos que los hombres y está más desempleada que ellos, no califica para trabajos complejos, considerada siempre inferior al hombre.
El "capitalismo financiero" de este tiempo justifica los abusos y los abismos sociales, las mujeres no alcanzan entonces la independencia si no es en una clase social oprimida y alienada, además ese trabajo no las libera del de la casa, así que terminan siendo más esclavas. ¿Estamos entonces hablando de igualdad y por qué, con todos los progresos que se han hecho, estamos pidiendo que se creen nuevos ministerios y más leyes para lograr una igualdad? Â
Mientras nuestro lenguaje nos vea como subordinadas, mientras los mitos que nos alimenten sean los de la costilla que sale del primer hombre, mientras no seamos el paradigma sino el correlato, mientras no haya épica, novela, texto sobre quiénes somos, creo que no habrán mayores cambios. Por eso, me intriga que estemos tan dispuestas a ceder en esta lucha por larepresentación, que no seamos capaces de escribir una historia, cambiar los modelos, inventar otros. Las escritoras somos numerosas, pero aquellas que deseamos hablar solas, por nuestra cuenta, tenemos que ser de alguna forma monitoreadas por un establisment masculino que maneja criterios de interés que no nos incluyen, exigen la mímesis o la sumisión, es decir, escuchar sonrientes y paralizadas los prolegómenos de una historia que conocemos hasta la saciedad: las mujeres son imitadoras pero no inician nada, incluso la lucha feminista ha sido reducida a un estereotipo que sirve de clasificación y se eligen mujeres no contrariadas por su situación de esclavas, mujeres dispuestas a tender la mesa.
El castellano no es más dominante que el francés, puesto que todo idioma ejerce el poder cuando se impone a otro, el caso del castellano contra el quechua, contra el catalán, el francés contra el bretón, el corso o el occitano. la guerra de idiomas es la guerra por el poder hegemónico, y un idioma sexista, que margina, es el fascismo en su estado más absoluto y alienante. Continuar nombrándonos como seres únicamente sexuados nos pone al borde de la esquizofrenia, hacerlo como se nos ha enseñado, actuando alienadas con el poder, nos convierte ya no en un sexo que no es uno (como decía Luce Irigaray) sino uno idéntico al que domina, somos realmente los "garcons manquées" de Freud, "hombres en devenir" dentro de una sociedad donde todas desearíamos ser lo mismo.
Si la feminidad tiene que construirse con sus tiempos, ¿apoyadas en qué lo haremos sino es en el lenguaje? Un lenguaje que se cierra sobre una identidad rígida, que no dialoga, se convierte en una fortaleza vacía. ¡Ah!, pero olvidaba que siempre necesitamos "nombrar" con rapidez, etiquetar, clasificar desde categorías, que el vacío de sentido da miedo y oscurece el panorama. Ser sedentaria, el arraigo, ese no es el tema, asentarse, acomodarse, legislar, no es tampoco el problema fundamental, sino dudar, opinar, tratar de comprender y facilitar ese diálogo urgente, segura de que no estamos tan solas.