Un mundo llamado "leprosario"
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A cincuenta kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en el Hospital Sommer, un antiguo leprosario, conviven en un "mundo paralelo" ochocientas personas sometidas décadas atrás al más brutal aislamiento a causa de la enfermedad. La mayoría están curados o con un cuadro residual.
Madrid, España.- Está atrapado en la típica calma que sobrevuela un pueblo. Las casas bajas, los árboles a los costados de las veredas, apenas algunas calles asfaltadas, vecinos en los portales, chicos en bicicletas. Todo se asemeja al ritmo de un pequeño distrito del interior de Argentina.
Pero el cartel de ingreso despeja cualquier duda: se trata del Hospital Sommer, un antiguo leprosario en el que viven unas 800 personas, muchas de ellas sometidas décadas atrás al más brutal aislamiento por la enfermedad y, pese a estar en su mayoría curados o con un cuadro residual, hoy conviven en una suerte de "mundo paralelo" en las afueras de Buenos Aires, lejos de los ruidos de cualquier ciudad.
Las oportunidades, los proyectos y los sueños se hacían trizas cuando estas personas eran llevadas, en ocasiones en forma compulsiva, al leprosario, abierto desde 1941. Después un extenso viaje hasta el final de la carretera 24, en la localidad bonaerense de general Rodríguez, un imponente alambrado que dividía la parte enferma de la sana servía para dar la bienvenida.
"Allí armaron su vida, sin posibilidad de saber qué ocurría en el mundo exterior. Sólo los más osados se animaban a escapar a veces por un agujero en el alambrado, pero volvían porque no tenían dónde ir", reconoce el paraguayo Oscar Olmedo, uno de los residentes, mientras juega a las cartas con un grupo de internos en la peña del hospital.
En 1983, el hospital cambió de paradigma e ingresó al sistema abierto, con lo cual los residentes comenzaron a tener la posibilidad de dejar el lugar y rearmar su vida fuera. "Pero es muy difícil empezar de vuelta, conseguir un trabajo", después de tantos años, explica a Efe el director del centro, Omar Moyano, en su cargo desde 2004.
Algunos, incluso, ni siquiera se animan aún a salir del lugar porque "quedaron atrapados en el pasado", cuenta Jorge Humberto García, quien vive desde hace 41 años en el hospital. A simple vista, el predio parece tenerlo todo: tiene un edificio principal, varios pabellones con residentes, cuatro barrios de pequeñas casas y hasta dos escuelas, un teatro, una iglesia, un cementerio y un almacén.
A varios internos, en cambio, les gusta salir de a ratos. Este es el caso de Eloy Juárez, quien asegura que disfruta de ir al cine o a pasear por la ciudad, aunque aclara que nunca pensó "en ir a vivir afuera". "Creo que el hospital me pertenece un poco, ya tengo mi vida armada acá", señala el hombre, presidente de la Asociación de Internos del hospital, quien llegó hace 31 años al lugar tras haber estado internado en un leprosario de la provincia de Córdoba.
"Es lo mismo que el preso a cadena perpetua que un día le dicen que lo van a liberar: se pregunta qué hace si quizás lleva 50 años ahí dentro", compara el director del hospital.
LOS HIJOS DE LOS LEPROSOS
"¿No les pidieron pasaporte para entrar? Estamos en el final del planeta", bromea el auditor del centro asistencial, Santiago Lipovetzky. Pero el funcionario cambia el gesto de su cara casi inmediatamente cuando comienza a contar el régimen que afrontaban los enfermos de lepra en ese hospital. Relata los crudos momentos que debía enfrentar una pareja de internos cuando tenía un hijo. "Le sustraían al bebé y lo llevaban a una colonia" del conurbano bonaerense, asegura.
"Acá hubo gente que conoció a los hijos 25 años después", lamenta el director del hospital, actualmente el único especializado en lepra de Argentina y que durante 42 años funcionó como una suerte de "campo de concentración".
Antonio Cárdenas, de 74 años, viudo, es uno de los internos que fue separado de su hija, Ramona, cuando ella apenas tenía horas de vida. "Casi no esperaron a que mi mujer tuviera a la nena para llevarla al hogar. Ahí estuvo hasta los 14 años, y después la mandamos a la provincia de Mendoza, a la casa de mi hermana. Luego se fue a vivir a Chile, donde se casó y tuvo un hijo", relata el interno, que llegó al hospital hace 52 años.
Al residente Eloy Juárez también quisieron quitarle su primer hijo, pero su esposa se opuso "y se fue a vivir afuera. Yo iba los fines de semana a la casita que habíamos alquilado", recuerda. Otros jóvenes regresaron de la colonia a los 14 años para vivir con sus familias en el hospital, mientras que también están "los hijos del Sommer", los que nacieron allí.
Y, justamente, son los jóvenes una de las grandes preocupaciones de las autoridades, porque "una vez derribados los muros, ingresaron los riesgos de cualquier sociedad, sumado a que aquí viven como en un mundo paralelo", advierte el auditor del hospital, donde se crearon talleres de apicultura, carpintería e informática para promover la salida laboral. "Los chicos -afirma Cárdenas- no tienen obligaciones acá y es complicado, porque después la vida se les viene encima".
En busca de estímulos y nuevas oportunidades, el hospital también creó "Rayuela", un espacio en el que un equipo multidisciplinario de profesionales se dedica a generar diversas actividades para la población joven, como una radio y fútbol callejero, entre otras.
DISCRIMINACION
"Yo no soy leproso", aclara -por si hiciera falta- el paraguayo Alejandro Cáceres, quien llegó años atrás para curarse en el hospital y se quedó viviendo en uno de los pabellones porque no tenía donde ir. "Hoy es un régimen absolutamente abierto, pero la discriminación sigue estando", arremete Cristian Marfil, otro de los internos.
Actualmente, sólo hay siete pacientes internados con lepra en el hospital, mientras otros 270 tienen un cuadro residual de la enfermedad, que detectada a tiempo tiene un tratamiento efectivo que impide el contagio. En varios de los internos, el mal logró avanzar décadas atrás causando lesiones en los nervios y en la piel, y dejando su rastro en el cuerpo, principalmente en las extremidades.
Pero, en el pasado, con sólo que el resto supiera que alguien padecía la enfermedad, la discriminación hacía su aparición. "A los 18 me detectaron la enfermedad y me internaron en Córdoba. Nos tenían miedo, yo trabajaba como enfermero y los empleados del hospital me daban la mano con guante; si no, no me daban la mano", rememora Eloy Juárez, quien llegó en 1979 al Hospital Sommer.
"A los internos se les prohibía casarse por tener lepra", señala Moyano. "Al principio los varones estábamos todos de un lado, y las mujeres en otro", añade Jorge Humberto García.
La desazón se apoderaba por momentos de los residentes. "Cuando llegué tenía 21 años. Me detectaron la enfermedad en el servicio militar y me mandaron acá para tratarme. Me habían dicho que era Mal de Hansen (lepra) pero no sabía lo que era, pensaba que era cáncer. Me habían dicho que era un tratamiento de sólo seis meses, pero cuando llegabas acá era para quedarte. El primer año estuve mal, porque tenía unos proyectos bárbaros y se rompieron todos", relata Antonio Cárdenas, quien se dedicaba a la herrería artística, una actividad que le fue prohibida al ingresar al hospital.
Las autoridades del centro asistencial, cuyo presupuesto anual oscila en unos 70 millones de pesos anuales (17,5 millones de dólares), también admiten que se vivieron muchas "experiencias que estigmatizan", pero ahora apuestan por la reconversión del centro asistencial, con un régimen abierto, la incorporación de nuevas especialidades, como la oftalmológica, y la remoción de instalaciones, por muchos años abandonadas.
CON SUS FAMILIAS
Los residentes reciben en la actualidad un subsidio de 627 pesos (157 dólares), obtienen los alimentos, los servicios de las viviendas y, a cambio, algunos hacen trabajos de enfermería, mensajería o lavandería para el hospital, indica Moyano.
El director del centro explica que ahora no sólo residen allí aquellos que ingresaron por la lepra, sino también sus familias y otras personas que, por otros motivos de salud o falta de recursos, también engrosaron el número de pobladores. "Se estima que la población original del lugar se va a ir reduciendo con el tiempo por una cuestión de envejecimiento de la gente", señala el auditor.
Hoy, la población promedio de quienes vivieron aquel aislamiento y discriminación supera los 60 años. Combinan la tranquilidad de la vejez con una batería de recuerdos, algunos de ellos, agrios, sin duda. "La gente la pasó muy mal. Tenemos una deuda histórica con ellos", afirman en el hospital.
DESTACADOS:
* "Allí armaron su vida, sin posibilidad de saber qué ocurría en el mundo exterior. Sólo los más osados se animaban a escapar a veces por un agujero en el alambrado, pero volvían porque no tenían dónde ir", reconoce el paraguayo Oscar Olmedo, uno de los residentes,
* En 1983, el hospital cambió de paradigma e ingresó al sistema abierto, con lo cual los residentes comenzaron a tener la posibilidad de dejar el lugar y rearmar su vida fuera. "Pero es muy difícil empezar de vuelta, conseguir un trabajo", después de tantos años, explica a Efe el director del centro, Omar Moyano, en su cargo desde
2004.
* "Acá hubo gente que conoció a los hijos 25 años después", lamenta el director del hospital, actualmente el único especializado en lepra de Argentina y que durante 42 años funcionó como una suerte de "campo de concentración".