Diez años después de hervir su primera tanda de cerveza en la lavandería de casa, Sergio Treviño y Cristina Morales han convertido la Huérfana en una de las gastro-brewery más reconocidas del país: un lugar donde la cerveza es el plato fuerte y la cocina se sirve impregnada de lúpulo, maltas y memoria
- 14 diciembre 2025
La cerveza es una herencia indócil, una criatura honesta con la que aprendemos a experimentar el mundo. Nos regresa, embriagados y desarmados, a lo divino; derrama su fermento sobre nuestros cuerpos durante fiestas, sobremesas y banquetes; convoca —cuando no se le honra— todos los pasados y futuros al alcance de la humanidad, convirtiendo la lengua en una encrucijada de delirios tan ingenuos como vehementes.
Sin embargo, al borde de sus ocres matices, su blanco pelo alborotado y la dulzura amarga con la que exaltadormece el paladar, la cerveza es una comida incomprendida. Apenas un puñado de gente la ama como quien ama lo que no se comprende. Y son estos inconformes de la cocina quienes la preparan y la desean y le buscan todos los rostros posibles, sabiendo que cuando la consumen, comulgan con una tradición milenaria y se devoran a sí mismos.
¿A dónde nos lleva todo esto?
A que en Saltillo existen dos personas que encarnan todo lo anterior. Son Sergio Treviño y Cristina Morales, quienes encontraron en la comida el vínculo para crecer un amor que hoy presume 25 años de matrimonio y además, con esa locura que vuelve posibles los sueños raros, encontraron la fórmula para hacer de la cerveza su manera para habitar el mundo.
Hablamos de la Huérfana, un lugar que fundaron hace 10 años y produce una amplia variedad de cerveza artesanal cuya calidad cosecha hoy más de 70 premios. Ahí, además de venderla como bebida, la cerveza es la protagonista de sus platos originales que termina por fusionar ingredientes regionales, las delicias del mar —que siempre serán milagros en el desierto—, pizzas al gusto y alguna que otra genialidad.
Es irónico que, mientras conversamos de cocina, para el éxito no existan recetas. Lo que sí podemos hacer para entender qué hace de Sergio, Cristina y la Huérfana, perfiles dignos de recordar, es meternos en su historia para ver qué ingredientes los vuelven únicos.
DOS INFANCIAS QUE FERMENTARON DISTINTO
Cristina creció en una casa donde la comida jamás fue un acto rutinario. Era un suceso que todavía hoy le alumbra la voz: siete hermanas, papás, abuelas, tías; cazuelas enormes, humo espeso, conversaciones que rebotaban contra las paredes. Comer exigía abundancia y cariño. “Mi mamá nos enseñó a cocinar para todos”, recuerda. En su casa el afecto se medía en porciones, se sazonaba desde temprano, se ponía en la mesa como quien extiende un rito.
Sergio, en cambio, viene del silencio. De una mesa breve, pocas sillas, platos discretos. “Yo no comía, tenía cierto rechazo”, dice.
Ese rechazo lo hizo observar la comida desde afuera, tratarla con sospecha. “Veía la comida como algo que tenía que descifrar”, añade. “Si no entendía qué era o cómo estaba hecho, no podía comerlo”.
Y fue justamente esa distancia la que lo llevó a estudiarla.
Se hizo ingeniero en alimentos, trabajó en plantas procesadoras cerca del mar, aprendió sobre pescados, sobre temperaturas, sobre sistemas que sostienen un sabor. “Creo que primero necesité entender el proceso para después poder saborearlo”, resume.
Mientras Cristina heredaba la intuición del fuego, Sergio aprendía el rigor de las fórmulas.
Ambos crecieron en cocinas opuestas: ella, en el ruido afectivo; él, en la lógica del proceso. En la Huérfana esos dos idiomas —el emocional y el técnico— se mezclan sin romperse, como si hubieran estado esperando encontrarse.
EL AMOR TAMBIÉN SE COCINA
Cuando hablan de su relación siempre aparece un plato en medio. Cristina recuerda a Sergio llegando un día con un dorado para preparar tacos de pescado, un gesto raro en el Saltillo de entonces. “Aquí el mar llegaba en lata”, dice. Con Sergio empezó a llegar envuelto en aluminio, oloroso, fresco.
Cocinar juntos fue su forma de aprender al otro: texturas, caprichos, límites del paladar.“Ahí me animé a probar cosas nuevas”, dice Sergio. “Cristina cocinaba distinto a lo que yo conocía... yo creo que por eso me enamoré también”.
Ya casados la cocina se convirtió en laboratorio. Mientras Sergio trabajaba en la industria de alimentos, en casa se probaba de todo: ajo picado, agua purificada, helados, crepas, café, pescados y mariscos congelados. Cristina lo resume así: “Todo queríamos hacerlo”.
“Siempre he sido muy clavado”, admite Sergio. “Si algo puedo hacer yo, prefiero intentarlo mil veces”.
CUANDO LA CERVEZA TOCÓ LA PUERTA
La cerveza llegó como llegan las revelaciones: de forma repentina, con una especie de claridad que no se nombra. En un viaje a McAllen, Cristina entró a una tienda. Cuando salió, encontró a Sergio con un kit cervecero sobre las piernas. “Ahí empezó todo”, dicen.
“Lo vi y pensé: ¿por qué no?”, recuerda Sergio. “Si otros lo hacen, yo también puedo”.
El experimento tomó la casa por asalto. Ollas, garrafones, fermentadores; la lavandería se convirtió en microfábrica durante tres o cuatro años. Sergio estudiaba, leía, preguntaba; Cristina tomó cursos de fermentación y levaduras. “Yo quería entender bien qué estábamos haciendo”, recuerda.
“Y yo quería hacerlo bien”, completa Sergio. “La cerveza no perdona descuidos”.
No bastaba con acompañar la obsesión: había que conocerla por dentro.
La cerveza se volvió compañera diaria, ritmo doméstico, criatura viva ocupando rincones que antes estaban destinados al descanso.
Llegó un punto en que la casa ya no alcanzó. El líquido pedía espacio, tiempo, riesgo. Sergio renunció a su empleo; montaron los fermentadores en una bodega y, poco después, en un local. “Las primeras veces yo me quedaba sentada llorando en el piso”, confiesa Cristina. No lloraba por miedo, sino por la magnitud del salto.
“Un día se volvió claro que ya no era hobby”, dice Sergio. “La cerveza te exige dedicarle la vida entera”.
El plan era sencillo: hacer cerveza y que la gente fuera a beberla. Pero, rematan ambos, en México las cosas funcionan distinto. Aquí el acto social es la comida. No basta con brindar: hay que acompañar, compartir, prolongar. Saltillo exigía su propio lenguaje.
Las referencias de Ensenada no bastaban; traer producto del mar elevaba costos, muchos no reconocían esos sabores. Tocó aprender escuchando: al paladar local, al ritmo del norte, al desierto.
“Teníamos que cocinar para Saltillo, no para nosotros”, añade Sergio. “Eso cambia todo”.
LA COCINA QUE SE ABRE DESDE LA CERVEZA
La respuesta fue una cocina que parece sencilla, pero que carga un trabajo arduo y casi invisible: preparaciones diarias, masa fresca, salsas pensadas como esa memoria familiar, tiempos lentos. Tacos de sirloin a la plancha con cerveza; camarones capeados de cerveza; mejillones que en vez de vino reciben un baño de cerveza recién hecha.
Ahí ocurrió algo decisivo: la cerveza dejó de ser acompañante y entró al plato. No esperaba al comensal: lo recibía. Lo guiaba. Lo habitaba.“Para mí es cocina líquida”, explica Sergio. “Tiene vida, se transforma... te deja ver cuándo está lista y cuándo no”.
Para Sergio, decir que la cerveza es alimento no es metáfora. “Trae fibra, trae levadura viva”, explica. El lúpulo actúa como antiséptico, la fermentación aporta nutrientes.
“El lúpulo es una maravilla”, dice. “Te limpia, te ayuda, te cuida. Por eso yo digo que una buena cerveza alimenta”.
En la Huérfana esa teoría se vuelve práctica diaria: uno bebe la cerveza, sí, pero también la come, la muerde, la siente como caldo y como costra. La cerveza, literalmente, alimenta.
UNA DÉCADA FERMENTANDO UN MUNDO PROPIO
Hoy, una década después de salir de la casa, la Huérfana funciona como un pequeño ecosistema que respira al ritmo de ese plato líquido que lo sostiene todo. Ahí la cerveza se cuece y se piensa cada día; dialoga con la cocina, se vierte en los platos, se repite en salsas y caldos, se abre como un recuerdo y se afirma como alimento.
Sus más de 70 premios son apenas la huella visible de un trabajo que se ha vuelto hábito, oficio y convicción. Cerveceros de todo el país llegan sorprendidos y vuelven a nombrar lo mismo: “Esto es un oasis en el desierto”.
“Yo solo quiero que la cerveza hable”, dice Sergio, casi en voz baja. “Que diga lo que tiene que decir en el vaso y en el plato”.
Y sin embargo, lo más profundo sigue donde empezó: en la insistencia de Sergio y Cristina por imaginar nuevos fermentos, afinar combinaciones, sostener su manera de estar juntos entre fuego, levaduras y espuma.
En ese gesto —íntimo, constante, ferozmente honesto— la cerveza recupera su naturaleza primitiva: la herencia indócil que nos devuelve a lo divino, la criatura que transforma lo que toca, el alimento que se consume y también nos consume un poco.
Lo demás, como toda revelación que llega en vaso frío, se evapora al final: se vuelve espuma, apenas un destello del camino que los trajo hasta aquí.
Ingredientes
- - 500 g de mejillones con concha
- - 1 cda. de ajo picado
- - ¼ de cebolla picada
- - 1 cda. de aceite
- - 2 cdas. de mantequilla
- - 350 ml de cerveza
- - ½ limón
- - 1 cda. de perejil picado
- - Salsa matcha
- - Cerveza Artesanal “Blond Ale Huérfana”
Procedimiento
- 1. Comienza precalentando la cacerola con el aceite.
- 2. Después acitrona la cebolla y el ajo.
- 3. Agrega los mejillones con concha a la cacerola, junto con las 2 cdas. de mantequilla.
- 4. Cocina a fuego medio, hasta conseguir que la mantequilla se derrita.
- 5. Vierte poco a poco la cerveza, luego tapa la cacerola y deja hervir a fuego bajo.
- 6. Usando una pala, mezcla los mejillones con los ingredientes de forma homogénea.
- 7. Para servir, usa un plato hondo para colocar los mejillones. También vacía todo y el caldo que dejaron en la cacerola.
- 8. Enseguida, exprime medio limón sobre los mejillones y también espolvorea el perejil picado.
- 9. Puedes acompañar el platillo terminado con rodajas de pan baguette horneado y salsa matcha, para dar un toque especial.

