Historia de taxi
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Le digo que en la calle se topa uno con cada gente.
Una mañana llegaba yo a la central de Torreón, de viaje de trabajo, y ya sabe, los taxistas que parecen esos tercos vendedores de pueblo:
¿Taxi, patrón?
El que se me acercó era un viejito espigado, morocho, de gorrita.
Que no, le dije, que esperaba a un amigo, y para matar el tiempo de la espera el taxista y yo, había poco pasaje, nos pusimos a charlar.
Yo un poco de mala gana.
El rumbar del autobús me había provocado aturdimiento y jaqueca.
En medio de la plática salió a relucir la edad del anciano.
Que tenía 83 años dijo “y todavía cojo, pregúntame de qué pierna”, bromeó, y yo me reí sin ganas.
El señor resultó ser un Don Juan de siete suelas.
Un pito flojo de primera.
Según él.
Su lista de amores, puros amores de segunda mano, era más larga que la Cuaresma.
Iba desde veinteañeras aprovechadas, treintañeras engañabobos, hasta cuarentonas necesitadas.
Pero ese no era problema, porque el octogenario ruletero gozaba de una pensión de 30 mil pesos mensuales por 3 décadas de trabajo matado como radiólogo en el Seguro Social.
Y que él siempre pagaba plata a cambio de sexo y sus amantes llevaban el precio pegado en el trasero.
¿Cuánto valen tus nal...?, pónles precio.
Ahora mismo, me dijo, tenía una cita con una señora de cuarentaitantos en un hotel para urgidos.
El acabose, la gota que desbordó el río de mi paciencia, fue cuando el viejito se ufanó de que de él se había tirado a las mejores nalg... de Torreón.
Así lo dijo.
No son palabras mías.
Lagunero pedante, pensé.
Vaya a saber si me estaría contando las muelas.
Pero bueno, no estuvo tan mal para pasar el rato.
Y la verdad que me hizo el día con sus mentiras.
No por nada dicen que los taxistas son los mejores psicólogos del mundo.
Jesús Peña
SALTILLO de a pie