En el olvido
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Es la premisa del cuento “El Testigo”, de Jorge Luis Borges, cuando al imaginar a un hombre de ojos grises y barba gris muriendo en un establo, nos recuerda que con él “morirán y no volverán las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos”, como ocurre con cada agonía: “hechos que tocan a su fin cuando alguien muere”.
Cada hombre se lleva consigo un último e irrepetible momento en un único lugar. Y cuando él se vaya y nadie lo recuerde se irá para siempre, como lo evoca tan bien una película que tanto gustó entre los mexicanos: “Coco”.
Jorge Luis Borges se pregunta: “¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?”.
¿Qué nos llevaremos nosotros, que será el último retazo de un colorido día, el último paisaje del último testigo de un atardecer?
¿Cuáles de nuestros recuerdos se irán con nosotros, cuando tuvo lugar un momento entrañable, cuando se conjugaron todas las fantasías en una jornada de luz y calor, a la vera de un camino de tierra en las vacaciones de la Semana Mayor?
Cuando el pliegue de una falda de una dulce abuela se desplazaba de un lado a otro mientras una niña, que alcanzaba apenas un metro, la esperaba para recibir de ella un atole de manzana; cuando el verdor de un árbol atravesó las pupilas y quedó registrado como un exclusivo y restallante instante de luz; o a la sombra de la noche, un cielo del que se desprendían cientos de estrellas para iluminar un bosque, ido para siempre jamás.
Estas evocaciones llegan al rememorar la atmósfera de profundo silencio alrededor de las lápidas de quienes murieron en 1972 en Puente Moreno, recuerdo de visitas adolescentes 10 o 12 años después de la tragedia.
La llanura, donde se situaban las losas y sus tristes cruces, era para caminarla de tan amplia. El respetuoso recorrido estremecía el corazón al imaginar la muerte que se alojó ahí, acompañada por tan grande dolor.
El viento se desplaza hacia los cuatro puntos cardinales, sin más obstáculo que el cerro que formará parte del paisaje en el viejo camino a Palma Gorda. Silbaba, entonces, ahí el viento que parecía llevar en su ruta un repetitivo rezo, un dulce susurro.
El camino para acceder hoy al punto exacto de la tragedia sigue siendo de tierra. Puede uno cruzar el cauce de lo que formaba parte del emblemático arroyo del Pueblo, antes de aguas limpias y cristalinas, ahora en tan lastimosas condiciones, o atravesar el camino del riel. Se levanta el polvo hasta la mirada, nada más puestos los pies, se hunden y van dejando una estela que pronto será borrada por un viento continuo, avasallante.
Con pasos socavados por el calor, se arriba a la vuelta en el camino en donde volcó en aquel 5 de octubre el ferrocarril cargado con cientos de peregrinos, fieles de San Francisco.
Y ahí, unas cuantas cruces y unas cuantas lápidas. La mayor parte de la llanura desapareció, erosionada con el tiempo; queda apenas un poco de terreno en el cual convive una propiedad privada con el derecho público de paso.
Un sitio sucio y de deplorable aspecto. Ningún vestigio que recuerde con dignidad la tragedia humana habida en él. Se ha quedado empolvado, como empolvados están sus alrededores.
Una persona consignó por estos días en su red personal de Facebook una foto cercana al sitio, rememorando la tragedia de 1972. El primer comentario de su interlocutor es: “¿Qué tragedia?”.
Si cada hombre se lleva consigo un último instante de una única imagen, ¿qué nos llevaremos como generación, que nunca más se recuerde porque se hundió en el olvido?