La familia Purcell (2)
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Saltillo conserva la memoria de don Guillermo Purcell, uno de los más dinámicos empresarios del norte de México, en el nombre de la calle al lado oriente de la alameda Zaragoza y en la referencia de dos construcciones vecinas en la calle Hidalgo, al norte de la Plaza de Armas: el Banco Purcell, ahora Recinto del Patrimonio Artístico de la UAdeC, y la residencia familiar, la Casa Purcell, sede actual del Instituto Municipal de Cultura de Saltillo, ambas mandadas edificar por don Guillermo en los primeros años del Siglo 20.
La casa destinada a residencia familiar es sumamente interesante por su aire exótico. Construida en tres niveles, su fachada llama la atención por la pronunciada inclinación de los techos, las altas chimeneas, sus detalles góticos y su ornamentación con motivos vegetales y molduras que suben y bajan y rematan en detalles floridos tallados en la piedra. Todo en la Casa Purcell ofrece un gran contraste con las tradicionales casas saltillenses de techos planos y ventanas enrejadas. Cuando se terminó su construcción, en 1907, la calle ni siquiera estaba empedrada. Entonces sí debe haber causado en quien la mirara la sensación de estar frente a un castillo extraño. Exactamente eso nos parecía a los niños saltillenses de la segunda mitad del siglo pasado: un enigmático castillo habitado por brujas medievales. Cuando jugábamos en la Plaza de Armas íbamos a ver la casa y nos deteníamos en la acera de enfrente con la esperanza de ver salir a alguna, y si algún chiquillo se atrevía a tocar el timbre, todos corríamos a escondernos gritando: “Ahí viene la bruja”.
En realidad, sus habitantes eran finísimas personas, dos señoritas solteronas perfecta y rigurosamente inglesas en sus costumbres y su manera de vivir. Para ellas, la compostura y la conducta estaban antes que nada y la familia debía mantenerlas por sobre todas las cosas, sin importar su costo. Su educación dictaba, por ejemplo, que la cuchara debía llevarse de lado a la boca, nunca de punta, y que las damas no podían salir de su casa sin cubrirse la cabeza con un sombrero. La puntualidad era cuestión básica. Las invitaciones por escrito, enviadas a sus amistades para visitarlas en su casa, especificaban claramente el tiempo de duración de la visita y debía cumplirse con exactitud: “Anita y Elenita Purcell tienen el agrado de invitarla a usted a acompañarlas a tomar el té hoy, de 5 a 7:30 de la tarde”. Una amiga contaba que su mamá le puso, de niña, un ridículo sombrerito para visitar una tarde a las señoritas Purcell.
Las costumbres y el estilo de vida de la familia Purcell O’Sullivan se reflejan en la casa desde la puerta de entrada. Un pequeño recibidor cerrado con una puerta de dos hojas con vitrales emplomados y en la parte superior el monograma de Guillermo Purcell desemboca en la estancia o hall de abajo. Ahí se aprecian el piso de parqué y al fondo la gran escalera de madera estilo imperial, con el primer tramo de subida desdoblado en dos escaleras laterales y sus recios barandales también de madera. Distribuidos a los lados del hall hay cuatro grandes salones con pesadas puertas corredizas y, en cada uno, una chimenea en perfecta armonía de estilo con la actividad a la que se destinaba el salón. A mano izquierda, la sala principal lucía elegantes muebles y cortinajes de encaje y terciopelo rojo, y una antesala donde había un escritorio, sillas y sillones para recibir a las visitas menos formales y tomar el té a las cinco de la tarde, reunida toda la familia. En las grandes reuniones y fiestas, la sala formal se destinaba a las mujeres. El segundo salón, al lado, era la biblioteca, donde todo invitaba a la privacidad: una alfombra roja, grandes libreros adosados a un muro y al centro cómodos sillones, un escritorio pequeño y un piano de cola.