Bob Ross y el mito del talento
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De enero de 1987 a mayo de 1994 Bob Ross llegó a los televisores de muchos estadounidenses a través de su programa “El Placer de la Pintura” (The Joy Of Painting en inglés), el cuál se transmitió en México a principios mediados de la década pasada por Canal Once y hace poco se incorporó a las filas de Netflix.
Con su característico afro pelirrojo, su calmante voz y su particular técnica pictórica, este hombre ha cautivado por más de 30 años y con cientos de capítulos diferentes a una audiencia que encuentra en esta combinación de elementos un momento para relajarse y disfrutar cómo los paisajes van apareciendo en los lienzos de este autor.
Sin embargo, aunque Ross es ídolo de muchos, me he encontrado que entre algunos artistas y críticos de arte su trabajo es menospreciado, catalogado de artesanía —implicando que tal calificativo es peyorativo— por seguir una fórmula probada que resultaba en productos similares.
Es innegable que su obra, enfocada siempre al paisaje, regresa a temas recurrentes como las montañas nevadas, los bosques de pinos y los lagos y de hecho Walt Hickey, para el sitio fivethirtyeight.com, hizo un análisis estadístico de los motivos más utilizados por el pintor, lista que sin sorpresa alguna encabezan los árboles (felices) de Bob.
También hay que considerar que durante su trayectoria no hubo alguna evolución notoria a nivel técnico —para cuando comenzó el programa él ya era un maestro de su aproximación a esta técnica—, temático o discursivo.
No obstante, su utilización del “mojado sobre mojado”, técnica también conocida como “alla prima”, le permitió crear escenas en ocasiones muy diversas —incluso pintó desiertos— en cuestión de minutos con un alto grado de detalle en consideración de los escasos colores, trazos e instrumentos utilizados.
Pero este patrón, esta fórmula tan criticada por muchos debido a su simplicidad y supuestos límites pictóricos —cuestionable argumento considerando que pintores como Van Eyck la utilizaron—, no fue cientos de veces repetida en cada programa en vano; todo esto tenía un objetivo que muchas veces es pasado por alto.
“El placer de pintar” no es curso para educar a artistas en la creación de un cuerpo de obra sólido, versátil y que pueda competir a nivel intelectual con “los grandes maestros”, sino una introducción a la pintura.
Una persona totalmente ajena al ámbito creativo puede ver por primera vez en su vida cualquier capítulo de este show, seguir con atención las instrucciones del conductor de la voz hipnotizante y conseguir un producto similar al que Ross pintó
frente a la cámara.
Esto es así porque cada episodio es, en esencia, una copia del anterior. En media hora Bob muestra en pantalla los colores a usar, explica brevemente la preparación del lienzo, aplica un fondo y poco a poco va desarrollando los diferentes planos, empezando por el más lejano, para crear la perspectiva en la pintura.
Si bien el hecho de que el potencial alumno esté limitado a crear lo que se muestra en pantalla podría, nuevamente, estar sujeto al argumento de que lo que se hace es una copia, una obra artesanal, seriada, no hay que olvidar que dentro de la enseñanza del arte académico todos los alumnos comienzan imitando a los grandes maestros —que al igual que ellos los pupilos a distancia de Ross, a base de trabajo, pueden encontrar sus propios temas, estilos y motivos—.
Y si no me cree vaya a darse una vuelta por el museo del Recinto del Patrimonio Cultural Universitario, donde hay expuestas decenas de piezas creadas por alumnos de la Academia de San Carlos en los siglos 18 y 19, copias idénticas de obras de antaño, que sirvieron a sus autores para aprender la técnica.
Aunado a esta introducción, Bob Ross logra algo que muy pocos maestros, incluso en las escuelas de arte, consiguen: Hacer que sus alumnos pierdan el miedo a combinar colores y a errar en sus creaciones.
De nuevo, a través de la constante repetición y mención en cada capítulo, el conductor recuerda a su audiencia que los errores se pueden corregir —“no cometemos errores, sólo cometemos accidentes felices”, decía— y exponiendo sus propias creaciones a cambios repentinos sobre la marcha, así como utilizando una paleta de colores limitada pero versátil en la medida que permite crear la gama tonal necesaria para la obra en curso, demuestra cosas que muchos tardamos años en comprender sobre la pintura.
Si comparamos a Bob Ross con otros paisajistas sin duda se queda corto, pero como un maestro y un divulgador de la práctica artística hay pocos como él.
Mientras los secretos de las artes se quedan enclaustrados en academias privadas y escuelas profesionales que buscan más bien crear figuras que ingresen a las dinámicas artísticas actuales —ya sea en el ámbito académico o en el conceptual— el “pintor feliz” busca llevar el arte a cada hogar, con la intención no de crear a los siguientes maestros, sino de darles las herramientas para ser los autores de sus propios mundos.
Frente a un mundo que todavía ve a los Artistas —así con mayúsculas— como figuras inalcanzables, dignas de admiración e incomprensibles por el hombre de a pie, y el talento es considerado un don divino otorgado en el nacimiento a unos cuantos elegidos, lo que Bob Ross hace rompe con uno de los aspectos que más ha limitado la apreciación artística por siglos.