Café Montaigne 112
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Fui recientemente a la bella Ciudad de México. En esa ciudad siempre hay cosas por ver, comprar, admirar, sentir e incluso hasta padecer. Los embotellamientos siguen siendo proverbiales en las horas pico del día (ya todas son horas pico), hay filas para tomar un ticket y asistir a ciertos conciertos y galerías, incluso lista de espera en esos restaurantes los cuales son fundamentales para entender eso llamado nueva cocina gourmet mexicana. Son los padecimientos los cuales y cuando va uno a esta ciudad, pues sí, es necesario también disfrutarlos. Fui a la Ciudad de México por días los cuales no alcanzan para empaparme de las cosas, edificios, amistades y lugares a los cuales uno quiere siempre volver y, claro, descubrir por sugerencia de los amigos de México nuevos lugares, nuevos restaurantes, nuevas librerías y nuevos gustos y placeres instalados en la gran ciudad. Junto a Guadalajara y Monterrey, tres ciudades de primer nivel.
Fui a la Ciudad de México por días, días los cuales no alcanzaron para mucho. ¿Cuál fue el motivo de mi visita? Algo lo cual estoy haciendo este año y fue eso nombrado como “propósito de año”, cuando éste inicio el 1 de enero con un ventarrón (un día antes, pues, si usted lo recuerda) apocalíptico, el cual arrancó de cuajo lo mismo árboles, ventanales o anuncios panorámicos, en teoría, fijados con cemento y hierro a la tierra. Contra la naturaleza nadie puede, nadie. Menos nosotros los hombres los cuales creemos domar o tener sujeto todo su poder en un puño; pero cuando la fuerza de la naturaleza se desata, nadie puede con ella. Esta vez, esa vez, el día 31 de diciembre, fue el hermano Eolo quien llegó como un moderno héroe de comic y celuloide, Hulk, y lo arrastró todo a su paso.
Me propuse entonces a inicios de año (finales del pasado, mejor expresado) perder el tiempo, viajar, vivir. Sólo vivir. A la Ciudad de México vengo siempre con tiempos recortados, citas ya en agenda de trabajo, conciertos y galerías a los cuales hay la imperiosa necesidad de asistir por ticket con antelación ya comprado y en fin, siempre cumpliendo rápidamente con todo y con todos. Esta vez no hubo motivo: sólo el vivir, el viajar. Cuando llegué le marqué a su celular al maestro Armando Oviedo y le espeté por el auricular: “Maestro, ¿cuál es su agenda mañana, vamos a la Basílica de Guadalupe a visitar a la morenita del Tepeyac y enderezarle gozosos nuestras preces… le parece?” A lo cual, el sabio maestro Oviedo Romero, el cual me conoce al dedillo, espetó: “¡Ay, ingrato norteño! Ya has de estar aquí, ¿verdad? Pero nunca avisas. Deja mover algunos compromisos ya antes pactados y juega, ¿a dónde paso por ti…?
ESQUINA-BAJAN
Tenía años sin venir a saludar a la bella, bellísima Virgen de Guadalupe. Soy mariano por enseñanza y fe de mi madre. Aquí me trajo de la mano a los cuatro / cinco años. No recuerdo exactamente. En ese entonces nos venimos en eso llamado “peregrinación guadalupana” y, claro, fue en tren, esa bestia de hierros retorcidos la cual bufa y toma con lentitud el riel con su carga de chirridos y lamentos en perfecta sincronía. Fue la primera de decena de veces en las cuales mi madre me trajo de la mano a saludar y rezar frente a la bella Virgen de Guadalupe. Pero ojo, y usted lo sabe, en ese entonces (años sesenta y setenta del siglo pasado) veníamos a adorarle a su antiguo templo o Iglesia, pues apenas estaban construyendo su moderno Santuario del cual y en sus cimientos, con potentes motobombas, extraían agua, litros y litros de agua sin fin. El proceso de su construcción y en cada año el cual iba, lo tengo grabado en mi memoria.
En ese entonces visitábamos la anterior Iglesia de la Virgen María de Guadalupe del Tepeyac. Iglesia siempre inclinada sobre uno de sus costados, Iglesia siempre a punto del quiebre, pero siempre de pie. Hoy, es más un gran museo vivo y no Iglesia. Años de ausencia de no venir, ahora y en esta visita, todo me parece nuevo, bello a lo cual asisto con ojos desorbitados. Y caray, cómo no creer en ella, cómo no admirarla, cómo no venerarla, si enfrentarse con su pintura, con su tilma, con su tela es toda una experiencia, y en lo personal a mí me provoca y aún un nudo en la garganta y un temblor y sudor parecido a eso llamado “Síndrome de Stendhal”. Bella, galante y amorosa como todas las señoras, Marías y vírgenes diseminadas en todo el mundo, donde adopta rasgos, simbología y folclore local, la Virgen de Guadalupe es en definición del Nobel mexicano, el gran Octavio Paz: “Madre de dioses y de hombres, de astros y hormigas, del maíz y del maguey… madre-montaña… madre-agua… madre natural y sobrenatural, hecha de tierra americana y teología europea”.
¡Caramba! Así de grande y poderosa es nuestra Virgen de Guadalupe. Este mínimo fragmento del sabio poeta Octavio Paz forma parte de sus palabras como prefacio a una obra mayor titulada “Quetzalcóatl y Guadalupe” del investigador Jacques Lafaye, libro el cual para fortuna mía reposa en mis anaqueles. Pero un recuerdo convoca a otro, un libro tiene en su panza no uno, sino varios libros de los cuales abreva y se nutre siempre. Al citar a Octavio Paz, no puedo dejar de pensar en Dante Alighieri y su “Divina Comedia”, donde a María, a la Virgen María, le compuso estos versos, cito un parágrafo solamente: “Oh reina celestial / que logras cuanto quieres…”.
LETRAS MINÚSCULAS
Grande, bella, única es la Virgen de Guadalupe. Continuará próximo sábado…