Café Montaigne 98
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TEMAS
He derramado tres veces una copa de vino en mi vida. La última, con el inicio ardiente de la primavera la cual hoy nos enloquece y como siempre, al menos a mí, me hace renegar del calor y de las calles ardientes. En la taberna y en las plazas públicas, cientos de personas se arremolinan para buscar la frescura efímera de una cerveza barata, una gaseosa con hielos o la engañosa brisa de las aguas vaporizadas de fuentes putrefactas. El calor ha llegado y con él las miradas lascivas sobre las blusas ombligueras de adolescentes pecadoras, las cuales entregan sus encantos al amparo de las sombras, en el atrio solitario de las iglesias o en la sala familiar desierta, aprovechando los días tan largos y camaleónicos. No el verano tórrido, sino el calor agobiante de la primavera ha llegado con todo su furor y lenguas letales.
En primavera, como cada año sucede, añoro y siento una nostalgia estúpida por la mar. Recuerdo anécdotas entonces de mi infancia. La mar y la infancia. Extraña combinación en mi caso. La primera: a nuestra vecina, doña Severina -la tía Seve, le decíamos, a fuerza de convivir con ella y su docena de gatos-, mi abuela le espetaba día a día para que se cortara el pelo a rape, para evitar en su cabeza el incubar calor y llamas en lugar de cabellos. Ella, opulenta y con una sonrisa perfecta en su dentadura imperfecta, solo contestaba: “¡Bah!, si enfurece mi cabello, enfurecerán mis ideas. Déjenlo así, el calor pasará pronto, ya lo verán”. Eran otros tiempos más frescos a éstos. Y sí, tarde, pero lo veíamos. Pero antes de estos tiempos frescos en el calendario, el calor se instalaba en su amplio y soleado patio trasero y en su negra mata de cabello, y la tía Severina padecía la furia del infierno apelmazado, el cual era su destino y su condena. Ya a finales del tórrido verano, la tía Seve alguna vez se rapó como le había recomendado cientos de veces mi abuela. Esta le decía: “¡Ay! Seve, ¿ya para qué?”.
La tía Seve reía a carcajadas y entraba a su casa habitada por sombras y fantasmas. Fascinante y siniestra, conservaba el garbo de mejores días y semejaba, cuando se rapó, a una Sidney O`Connor madura, una virgen pelona irlandesa de edad indefinible. Hoy, instalada en la locura, la excantante se ha convertido al Islam. Es musulmana. Tarde, la tía Seve se recluía en sus aposentos en el barrio de Maclovio Herrera, y toda la noche emanaba de su antigua casa un aroma intenso a madreselvas y nardos. En esta locuaz primavera, el calor ha sido inusualmente fuerte y húmedo. Las ropas pegadas al cuerpo por el sudor obligan a maldecir voz en cuello y también en silencio. Esta primavera ha hecho tanto calor en Saltillo como en un verso del tabasqueño Carlos Pellicer: “Yo quiero arder mis pies en los braseros/ de la angustia más sola,/ para salir desnudo hacia el poema…”.
ESQUINA BAJAN
A excepción de una sola noche fresca, la cual ya casi he perdido en la memoria de tan lejana (¿enero, febrero?), el crepúsculo primero, y luego la noche, obligan al trago dilatado de una bebida refrescante y el juguetear con un hielo en el ombligo de alguna musa de vientre bronceado. Caldero hirviente, las casas se han convertido en posadas del dolor, herederas del mismísimo Dante Alighieri. Busco a mi Beatriz entre el mar de gente, la cual -adivino- mitiga el sopor con ajados periódicos, los cuales hacen de abanicos improvisados. Busco a Beatriz y encuentro a Asia Jazmín. Triste charada del destino y de los tiempos: ella una flor; yo, remedo de florista ofreciéndole un bouquet de nardos, flor de lis y gardenias. La flaca pide le lea un verso el cual la haga olvidarse de la lejanía entre ella y su familia, separados por la geografía hostil. Busco en el arcón de la memoria un festivo soneto para dar origen a un libro. Tahúr con las sílabas, le cito de memoria unos versos de dudosa factura: “Desnuda eres igual a una de tus manos/ una infantil voz de enredadera/ de remotas iglesias como Diosa…”. ¿De quién son?
Las mujeres como Jazmín no temen a la soledad, temen a la indiferencia de los hombres, solo eso. Pintados los párpados de color aceituna y dibujados sus labios con aroma y color durazno, el minivestido de Jazmín luce tatuado al cuerpo y deja admirar los muslos rotundos, los pezones pequeños y erectos al tacto y al lamento y, donde la espalda pierde el nombre decente, la flaca deja adivinar -con un guiño de coquetería. Lo cual enciende el fuego del restaurante- unas nalgas de llama, amenazantes con calcinar a la ciudad entera. Las venenosas curvas de esta mujer regiomontana moldean a una hembra subversiva, atenta al trinar de un pájaro o al blues más retorcido. En una vieja rocola se deja escuchar una tonada de Ella Fitzgerald. La flaca la tararea. La música agita sus cabellos y sueños. Entregada a placeres solitarios, pasa entonces su dedo índice por los labios y deletrea un nombre apenas audible. Un amigo mío al conocerla, me dijo al oído: “Ten cuidado, maestro, con una mujer así puedes perderte para siempre”.
¿Cómo combatir, pregunto, a mis propios molinos de viento? ¿Cómo combatir la invitación al fruto jugoso el cual Jazmín ofrece en su gesto, en su risa, en cada gota de sudor que resbala justo en medio del nacimiento de sus pequeños pechos? Tarde, Jazmín enciende en la taberna un ruidoso ventilador de techo, el cual solo revuelve el olor de su cuerpo, su perfume y el aroma de su sexo. El calor agobia los sentidos y no hay defensa alguna. Sor Juana Inés de la Cruz reta acusadora: “Apenas de tus ojos/ quise elevarme/ cuando mi principio/ da, sentidas señales,/ venganza al fuego, nombre a los mares…”.
LETRAS MINÚSCULAS
La primavera es una tea ardiendo en los muslos redondos de Jazmín… ¿Recapacitar? Jamás. He venido resuelto a perderme en ella…