Ciegos y bibliófilos; leer un libro impreso puede ser una aventura fascinante
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¿Habrá quedado hoy el disfrute de los libros sólo en manos de ciegos y bibliófilos? Dice Alfonso Alfaro que desde hace tiempo “sólo ellos recuerdan que algunas de las voces más hermosas de la palabra escrita son únicamente accesibles a través del tacto”.
En México, sólo dos veces al año se hacen intentos de traer al escenario el tema del libro y la lectura. Se le revive por unos días y sólo por unos días las autoridades educativas y de cultura tratan de buscarle un mejor acomodo en la vida actual: el 23 de abril, fecha en que mundialmente se celebra el Día Internacional del Libro, y el 12 de noviembre, celebración exclusiva en México. Hay honrosas excepciones, pero el binomio libro-lectura causa escozor. El jueves será el Día Internacional del Libro y, seguramente por la inédita situación de la pandemia causada por el COVID 19, este año la celebración de esa fecha en nuestro País será todavía más desangelada que ningún otro. Lo veremos.
Regularmente las personas relacionadas con los libros en México ofrecen declaraciones referentes a si el País alcanzó a cubrir o no la cuota mínima señalada por la UNESCO, relativa al número de libros que anualmente debe leer una persona, y se confronta la cifra con la de países de sólida tradición en la lectura. Vienen luego los lamentos y las promesas de hacer más al respecto. En la era de Internet y el libro digital, dicha cuota es absolutamente irrelevante. Lo verdaderamente importante es qué se hace en el País para fomentar el gusto por la lectura y no sólo para aumentar el número de libros leídos anualmente por cada mexicano.
En otros tiempos sólo había primero los libros manuscritos y después los impresos. Durante mucho tiempo sólo había una forma de tener un libro en las manos: se compraba en una librería o se pedía en préstamo a un conocido o a una biblioteca pública, en donde también podía realizarse su lectura. Claro, nunca faltaba el habilidoso sin escrúpulos capaz de sustraerlo de una biblioteca pública y hasta de una privada, y el que jamás devolvía los libros prestados para formar con ellos su propia biblioteca. Entonces ni siquiera se soñaba con un audiolibro, menos con un libro digital que se lee en cualquier dispositivo electrónico y en cualquier lugar, el que casi siempre puede bajarse en forma gratuita de una biblioteca virtual, a excepción de los más recientes títulos del autor de moda, y siempre puede comprarse por una suma mucho más baja que el mismo título en libro impreso. Si de leer se trata. Otra cosa es el deseo de poseer el libro físicamente.
¿Será cosa de ciegos y bibliófilos poseer el volumen para leerlo y disfrutarlo a la vez con la vista, el tacto y el olfato, y guardarlo después en un anaquel para volver a disfrutarlo siempre que se desee? Todo tipo de libros, desde las antiguas tablillas, los rollos y los manuscritos han exigido siempre una relación con el cuerpo que los contiene. Una relación que va más allá del contenido manifiesto de sus palabras. Dice Alfaro: “Uno de los mensajes secretos de los libros, ostensible, aunque oculto a los ojos de tantos, emana de su propia identidad material. Un libro es, a doble título, un objeto: es una entidad física, y posee también la capacidad de encender el deseo, de saciarlo y de avivarlo de nuevo”. Leer un libro impreso puede ser una aventura fascinante para el lector consciente de que no sólo es capaz de transmitir ideas, sino también de producir emociones infinitamente más poderosas.
Dejemos a José Emilio Pacheco la última palabra. Después de celebrar y agradecer lo que puede hacerse en una pantalla, concluye: Me quedo (aunque sea el último) con el papel. / La página no es, como se dice ahora, un soporte: / es la casa y la carne del poema. / Allí sucede aquel íntimo encuentro / que hace de otras palabras tu mismo cuerpo / y te vuelve uno solo con lo que dicen sus letras.