De tarde en tarde
COMPARTIR
TEMAS
Es muy hermoso el campo que está al sur de Saltillo. Algunas tardes subo en mi camioneta y voy sin rumbo por los caminos que salen de las carreteras que van a Zacatecas, o a Parras por vía de General Cepeda.
¡Qué paisajes me salen al encuentro! Primero son las estribaciones de la madre sierra, la Oriental. Tengo a la diestra mano las serranías, abruptas como la de la Adelita, que terminan en el Cerro del Pueblo, y en el otro el cerro llamado “de Mauricio”, donde ponía don Pedro G. González su publicidad: “Mercería, armas, deportes”.
Frente a mí aparecen de pronto vastas planicies con labores de pan ganar. De vez en cuando hay uno u otro pequeño lugar rural, sitios que tienen antiguos nombres sonoros y peregrinos: San Juan de la Vaquería, Derramadero, Santa Teresa de los Muchachos...
A lo lejos, muy a lo lejos, se adivina -que no se ve- ese pequeño paraíso que es General Cepeda, la antigua San Francisco de Patos, cabecera del vastísimo latifundio que fuera del marquesado de San Miguel de Aguayo. General Cepeda, fecunda en leyendas y ayer en violetas, ambas -violetas y leyendas- con igual aroma antañón y prestigioso.
En cierta forma de ahí soy, a más de ser de Saltillo, pues mi mamá vivió su niñez y juventud en General Cepeda, y por ella conocí yo la villa. Luego, más a lo lejos, está Parras, a donde voy siempre que puedo: es bueno acostumbrarse desde ahora al paraíso porque -quién sabe- a lo mejor mis muchos y grandísimos pecados me serán perdonados por la infinita misericordia de Nuestro Señor.
Antes de salir del valle de Saltillo hacia el otro más grande que está al sur hay una estrecha garganta donde se juntan casi los cerros del oriente con los que al occidente están. A esa garganta la llaman La Angostura. Es un fragoso terreno en el que las corrientes de agua han formado a lo largo de las edades una caprichosa geografía de arroyos, barrancas, quiebros y caídas. Va serpeando la carretera entre esos accidentes, y de milagro no suceden otros por tantas vueltas y revueltas como las que el camino da.
En ese lugar lo tuvo la famosa -¿debería decir “la tristemente célebre’’?- batalla de La Angostura. Ahí se libró el combate más importante, incluido el de Monterrey, entre las fuerzas mexicanas y el ejército invasor de Taylor cuando avanzaba hacia el sur. Fue en ese sitio donde por primera vez actuó Santa Anna en la campaña, y fue ahí donde México perdió la última oportunidad que quizá tuvo de frenar la invasión, o al menos de asestarle un rudo revés y retrasarla.
El sitio es histórico, naturalmente, y lo visito por ver si algo de historia se me pega a mí. Regreso siempre con un bagaje de melancolías. Hace unos días estuve en La Angostura. Recordé tantas heridas, tantas muertes, tantas culpas de tantos hombres malos y tan gran sufrimiento de tantos inocentes.
Había nubes de tempestad sobre la sierra, que en la opacidad de la tarde parecía vestida para unos funerales. Hubiérase dicho que el paisaje era escenografía funeraria. Cuando caían las primeras gotas regresé a mi casa. Ahora, con esa misma melancolía, escribo esto. Si me sale tristón, favor de echar la culpa a la naturaleza, a Taylor y a Santa Anna. No necesariamente en ese orden.