El miedo familiar
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En estos tiempos la palabra que más se escucha, se lee, se repite en múltiples formas, es la palabra inseguridad. Inseguridad en los días presentes y futuros, inseguridad en las calles y en las carreteras, en los barrios y en los comercios, en el empleo y en el bolsillo, en el día y en la noche.
La policía, las cámaras públicas y privadas están alertas, los ciudadanos se agrupan y forman comunidades de defensa, las redes sociales multiplican los ojos vigilantes y los ciudadanos sospechan de los extraños y se cuidan de accidentes premeditados.
No es una epidemia de paranoia social, son las estadísticas reportadas de secuestros express, robos, feminicidios, pedofilias ahora reveladas, crímenes y desapariciones que se quedan en la obscuridad del “nadie supo”. Son cantidades oficiales publicadas que acumulan un estado de inseguridad que crece y revelan una amenaza permanente a todos los ciudadanos y en todas partes.
La inseguridad que padecemos no es una fantasía, ni mucho menos un “resultado de los videojuegos”. Es el resultado de la violencia. Otra palabra repetida en todas las voces, denunciada mil y mil veces en los medios y las redes sociales que a fin de cuentas nos convencen de que este mundo no es una sociedad bondadosa, sino naturalmente violenta. La violencia ha sido tan normalizada que ya no se distingue, el ataque de la defensa, la burla de la broma, la humillación de la carrilla, el deporte de la riña callejera, la confrontación honesta del pleito adolescente, la prepotencia del uso servicial de la autoridad.
Ambas hermanas gemelas, la inseguridad y la violencia, son como Rómulo y Remo, pero con una madre que los amamanta y que no es una loba cariñosa, sino el miedo que le quita la alegría a la música, el color y el calor al día, el amor a la familia, y la torna en un ambiente amenazante y peligroso.
El miedo en la familia amamanta la inseguridad de tal manera que un error, una equivocación, una frase inadecuada se puede convertir en un castigo injusto, un resentimiento imperdonable, una distancia de días o meses. El miedo al padre o a la madre o a los hijos puede convertirse en un temor crónico a la reacción de violencia verbal y despectiva que destruye la autoestima, o peor, a la violencia física como método educativo o como descarga de un instinto agresivo y a veces criminal.
Nacer o vivir en un ambiente familiar inseguro y violento, genera hijos y cónyuges inestables e insatisfechos. Sin embargo, cada familia y cada persona también tienen la capacidad no sólo de cambiar su ambiente, sino de evolucionar y transformar el miedo en fortaleza, la violencia en amabilidad y la inseguridad en confianza. Este proceso no es fruto de un día, ni de un mes. Es una lenta toma de la conciencia que va descubriendo la fragilidad del miedo y la fuerza de la autoestima personal y familiar.
Las familias de hoy van evolucionando del miedo a la tolerancia y comprensión. La sociedad va a evolucionar más lentamente, pero sus manifestaciones públicas cada vez más indignadas caminan hacia una justicia social que están construyendo por sí mismas. Han dejado de creer que la administración pública tenga la capacidad suficiente para resolver, no las palabras, sino la epidemia de violencia e inseguridad que está deteriorando no sólo la economía sino la salud mental.